El Baco, Capítulo 59 G

in #spanish7 years ago

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—¡Domitila! Voy un momento a enseñarle a este señor la bodega.
Respondió desde arriba:
—¡Ten cuidao, no te mojes. Ponte las almadreñas, que la huerta está muy húmeda!

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Más de una hora permaneció Honorino hablando despacio, y Emilio con la boca cerrada hasta enterarse de los mismos pormenores que le había contado a Pablo, incluso del secreto del sepulcro. Emilio terminó diciendo para despistar al viejo:
—Ahora, lo importante sería encontrar los pergaminos originales y la pintura del dios Baco, para tenerlo todo completo. Lo verdaderamente importante es que estamos en la cuna de una civilización perdida; claro que no está perdida, porque es la civilización del vino, que supone lo más perdurable de España. Fueron los griegos quienes trajeron las vides y las desparramaron por toda la península.

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Los rubios del norte trajeron los abetos pero no prendieron; sólo algunos en las altas montañas. Después, los moros trajeron las naranjas y las sembraron por toda España; únicamente prendieron algunos naranjos en El Bierzo. Por lo demás... más bien... en las costas del Mediterráneo. —No encontraba forma de despedirse.

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Honorino no se apercibió muy bien de las últimas frases de Emilio, pero se sonrió asintiendo como si hubiera entendido todo su contenido.
Finalizó Emilio arriesgándose:
—Pues, sí señor. Tiene usted aquí la séptima maravilla del mundo, aunque yo me imaginaba todo porque responde exactamente a como Pablo me lo había descrito; lo que ocurre es que, como marchó para América, depositó en mí su confianza. Siempre fue Pablo mi alumno preferido y él ha correspondido con este sentimiento; y me dejó leer el cuaderno porque yo he realizado varias investigaciones parecidas en la Universidad de Granada. Nuestro próximo cometido será encontrar la pintura del dios Baco, que en algún lugar se encontrará.
—Pues, hala, hala; por mí, tiene todo el beneplácito. No sé si le dijo Pablo que mi hijo nunca quiso ocuparse de nada de esto. Yo creo que aunque estudiara pa abogado, estos temas nunca le han interesado.
Cuando Honorino cerraba la puerta de la bodega, le dijo:
—No va a marchar así. Tendrá que esperar; mire la hora que es; y ya come usted con nosotros.
—No sabe cuánto se lo agradezco, pero no me puedo retrasar más. Hoy por la noche he de llegar a Granada y faltan novecientos kilómetros —le iba diciendo bajo el artesonado. Domitila bajaba despacio, en zapatillas, con saya de lana negra y una esclavina de punto nido de abeja.
—Hasta siempre —dio la mano a Honorino—, muchísimas gracias por todo —le dio dos besos a Domitila. Domitila y Honorino no reaccionaron; quedaron parados como si una corriente eléctrica los hubiera paralizado. Emilio comprendió que hubiera sido mejor haberle dado la mano—. Quizás, antes del verano, pase por aquí otra vez: ¡a ver si lo encontramos!
Mientras Emilio se alejaba en su Peugeot 505, Honorino reflexionó en voz alta:
—Ahora que me doy yo cuenta, este hombre no me ha dicho ni cómo se llama, sólo me acuerdo que es catedrático de la Universidad de Granada.
—Ya nos falla algo la cabeza. Tiene razón Adela cuando nos dice que no le abramos la puerta a nadie, que el día menos pensado nos roban y no nos enteramos —dijo Domitila mientras entornaba la puerta pequeña para que no entrara frío de la calle.

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