El Baco. Cap. 65b

in #spanish7 years ago

—Perdone, don José. Sigo sin entender qué pretende usted con tal discurso exaltándose, tanto a sí mismo, como a sus conciudadanos malagueños —se alteró el Vasco; y el notario, que estaba muy atento a tan extrañas observaciones, no encajó el porqué del baile de sus ojos poniéndolos en blanco, porque Antonio Marculeta escuchaba y José Arias le inmovilizaba los brazos, como si se los atenazara produciéndole una tetania perceptible en todo el cuerpo, hasta en los labios.
—Pues está clarísimo, se lo digo por si no confiara en mi palabra —despegó la boca—. Yo le dije que conseguiría la dirección de Pablo, y ya está hecho en unas horas.
El Vasco seguía atrapado en su triple mundo, donde uno de los heterónimos le susurraba algo. José Arias concluyó en su intelecto:
—Me acaba de decir lo que tengo que contestarle.
Antonio Marculeta habló en voz alta:
—Conozco muy bien esa edad de los muchachos, desde los catorce a los diecinueve años, en la que soy especialista, lo mismo que usted conoce la redacción de las más raras escrituraciones de compraventas. Le puedo ahorrar muchos paseos en balde y muchos quiebros que puede evitarse; y sobre todo, lo que le puedo garantizar desde ahora mismo es que podré conseguir lo que usted busca, pero he de obtener una compensación por ello; además usted es abogado, ¿no? Nadie mejor que usted me puede sacar del atropello en el que la vida me ha arrinconado.
—¿Qué atropello? Pero, ¿de qué me habla?
—Pablo tiene los pergaminos con los que yo puedo demostrar que el retablo románico del dios Baco es mío y me pertenece por herencia directa.
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El notario quedó anonadado con tal respuesta sin saber qué reprocharle, pero improvisó pincelada maestra:
—El cuaderno del hermano de mi madre no dice eso. Yo, hace muchos años que no le hago caso, pero tengo idea de que mi tío, lo que quería demostrar, aparte de una civilización perdida de culto al dios Baco, era que todo el contenido de la bodega le pertenecía a mis padres incluido el cuadro de El Baco.
Habló José Arias muy contrariado:
—Eso es imposible, pues mi padre y mi abuelo paterno, el médico, lo tenían muy estudiado, lo que pasa es que con la guerra ya le perdieron la pista; bueno, ya se la había perdido mi abuelo; al cuadro, se entiende, porque mi padre, en una ocasión, tuvo en sus manos los dos pergaminos, el de la miniatura y el que dice que nuestro antepasado nunca cedió el cuadro a nadie, sino que sólo lo depositó en el monasterio de San Pedro de Montes para que unos frailes del Bierzo lo custodiaran; con las creencias de entonces, para que nadie se condenara por adorarlo. Lo que sí regaló a la Iglesia fue la bodega y todas las casas y tierras. Después, a lo largo de la historia no se conocieron las distintas enajenaciones. Todo eso me lo metió mi padre en la cabeza de tal manera que no se me olvidará nunca —guiñaba los dos ojos incesantemente y el parpadeo recordaba el vuelo de un colibrí de lo deprisa que aleteaba—. Además, a usted no le hace falta El Baco, pues debe de ganar mucho dinero; y yo, por el contrario, carezco de riquezas y, sin embargo, tengo que sacar a mi madre de la pocilga inmunda donde se encuentra y llevarla a curar a los mejores psiquiatras de Estados Unidos —hablaba Antonio Marculeta algo más calmado—. ¡Pobre mi viejo! ¡Pobre mi viejo! ¡Cuánto le hicieron sufrir las jodidas circunstancias —le asaltaba José Arias— por ser un hombre bueno. Estoy seguro de que si se hubiera casado con mi madre —le dictó el tercero— nada de esto hubiera sucedido: El Baco hace años que hubiera sido nuestro, aunque creo que ya sé donde se encuentra; pero sin los pergaminos, que me tiene Pablo, no podré demostrar nada. Por eso me es imprescindible que alguien me ayude; nadie mejor que usted, profesional del Derecho. ¡Pobre mi viejo! —culminaba José Arias—: todavía no sé en qué clase de circunstancias extrañas murió en Arequipa. En el telegrama, el Arzobispo sólo me anunciaba que había muerto en circunstancias extrañas y que me enviaba dos baúles que contenían sus pertenencias. Es hoy el día en que el Arzobispo de Arequipa no sabe que soy su hijo, todavía cree que soy su sobrino, pero soy su hijo y me enorgullezco de haber tenido un padre tan digno, y lo he de proclamar a los cuatro vientos, que nadie ni nada tengan que tomar esto como una vergüenza, sino todo lo contrario.
Se liberó José Arias de un gran peso, como si le hubieran quitado un estilete que constantemente le punzara el cerebro y ocultó los ojos tras las manos en la frente, conteniendo el llanto con dolor de sienes, por lo que el notario se emocionó tanto al verlo que se acordó de Honorino el Viejo, y permanecieron ambos unos minutos en silencio, sin poder articular palabra.
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Wao! Es primera vez que leo uno de tus post, la imagen y el titulo me parecieron curiosos, la verdad es que tu relato me dieron ganas de seguir leyendo, saludos desde ccs!

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