Los relojes

Se han cansado los relojes mecánicos de dar la hora. Dulces sísifos sumidos en el hartazgo de empujar sus engranajes por la pendiente del tiempo. Esgrimen sus agujas contra los aguijones de los minutos que vienen en enjambres furiosos a luchar contra el presente. Es la impaciencia del universo, el tiempo: dictador de la termodinámica, quien manda a sus kamikazes a estrellarse contra el ahora, a intentar hacer añicos el cristal de esta ventana por la que vemos la niebla del pasado y la ceguera del futuro. Mueren los relojes a cada segundo en que la segundera clava el Tic en el Tac, y el Tac en el Tic, y luego reviven para volver a ejecutar su ciclo. Un mareo constante es lo que experimentan. Afortunadamente todo cambia, como siempre es cuestión de tiempo. Desde hace rato el tiempo implementa su impaciencia en maneras aún más ágiles y prolijas; recurre a otros instrumentos más novedosos en complicidad con la ciencia. Ahora se les va reemplazando a los relojes analógicos por las clepsidras electrónicas, los osciladores artificiales que roen el ritmo, por los relojes atómicos que no pierden ni un instante o por los cristales prometeicos que entregan sus buenas vibras. Finalmente pueden descansar. Jubilarse, pues. Es por eso que Dalí les ha pintado este limbo desértico, este páramo surreal en donde puedan venir a desparramarse a sus anchas. Donde puedan suspirar arrítmicamente sin pena. Bostezan y se estiran para terminar arrugándose mientras musitan: Qué importa confrontar a los segundos ... que alguien más se encargue de ellos. Y así, echando la hueva, sienten gratitud hacia el extravagante pintor. A cambio éstos le han concedido a Dalí una cierta atemporalidad, y también nos han provocado a nosotros, sus espectadores, una cierta paciencia que todos hemos experimentado hacia su obra. Paciencia necesaria para tomarse un momento y asir las imágenes que Dalí nos sugiere. Admiración para los pocos relojes mecánicos que aún quedan, que aún les dan cuerda. Lázaros resucitados, mandados a traer de vuelta de la muerte cada vez que a alguien se le ocurre girar su corona para que continúe su faena. Poco a poco van logrando descansar, van quedando en los museos o en las gavetas o en la basura o en el olvido en fin. Y de los nuevos relojes mecánicos, esos que vienen frescos a tictaquear, a esgrimir sus agujas, a soportar nuestra impaciencia de seres efímeros e impuntuales, tan sólo diremos que ya irán hallando su camino al cuadro que Dalí les preparó.

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