Concurso Cervantes 7ª Semana.

Fuente.

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¿Y ahora qué voy a hacer? Nunca esperé llegar tan lejos. Nunca quise llegar tan lejos. Pero aquí estoy, condenada al sufrimiento de una muerte lenta y vacía. Debí acabar con mi vida hace mucho tiempo pero infortunadamente la felicidad hizo acto de presencia en mi vida. Sí, lo he dicho bien. I n f o r t u n a d a m e n te. Porque nunca quise que tanta felicidad inundara mi alma para luego ser arrebatada de esta manera. Aunque supongo que lo merezco. Merezco esto por querer acabar con mi vida sólo por el hecho de vivir en una desgracia infinita.

Conocí a personas extraordinarias, de esas que valoran y aprecian cada cosa maravillosa -o no maravillosa- que tienen en sus vidas. Me contagiaron su positivismo, me reconfortaron el alma, hicieron que mis ganas de vivir salieran del escondite en el que estaban pero también hicieron que mi vida dejara de pertenecerme. Se apoderaron de ella; dejé de vivir por mí y para mí y empecé a vivir por ellos. O quizá es más apropiado decir que dejé de querer morir por mi y para mi y empecé a dejar de querer morir por ellos. Cuando formas parte de una familia, -cuando te sientes parte de una familia- cada miembro empieza a quererte de una manera increíble, por lo tanto, tu muerte en realidad les afecta a ellos, no a ti. Tú estás muerto, no sientes nada. No puedes arrepentirte ni sentir culpa, ya no habrá nada más, sólo vacío. Pero ahí quedan ellos en el mundo de los vivos, sufriendo, llorando por unos meses y recordándote cada año con nostalgia y con un nudo en la garganta. Les habrás borrado momentáneamente la sonrisa y si algo he aprendido de ellos, es que esa sonrisa es la cosa más valiosa y hermosa que tiene la humanidad. Así que decidí permanecer, no sólo para evitarles el sufrimiento y el luto sino porque de verdad quería vivir, era feliz por primera en mucho tiempo. Había encontrado mi lugar, con ellos. Pero aquí estoy, en agonía y muriendo por una enfermedad que no pedí, que no quise que llegara nunca. Pero la genética juega en mi contra y mis ganas de vencerla están tan escondidas como lo estaban -y como vuelven a estar- mis ganas de vivir.

Si hubiese sabido que la vida me jugaría una broma tan pesada, nada de esto pasaría porque estaría muerta, así como lo estaré dentro de poco.
Si hubiese sabido que en mi vida aparecerían personas que me amarían y a las que amaría, para tener toda esta tristeza por no poder seguir sintiéndome viva con ellos, hubiese preferido la muerte. Después de todo, lo que sea que venga después de ella, no cambiaría. Sólo habrá muerte, en lo que a mí respecta, da lo mismo haber muerto hace 50 años que morir en dos días. Si ellos me vieran en este momento, se decepcionarían mucho de la persona en la que me he convertido -o de la persona que una vez fui y que ahora vuelvo a ser- pero me perdonarían y me dirían que tengo que ser fuerte y apreciar hasta mi último respiro, todos los momentos de dicha y felicidad que tuve. Puedo imaginarlos pronunciando todas las palabras de aliento que pueden existir y puedo imaginarme también cómo ninguna de ellas entran en mi cabeza, cómo las aborrezco y no me las creo.

Llevo a cuestas un batallón baleado de olvido y de mentiras y verdades que apenas sostienen las paredes de mi vida. Estoy pagando el precio de amar con el fusil a cuestas pero quiero librarme de esta batalla sin armas. Estoy llena de espejismos y mis pequeños charcos se convierten en monstruosos océanos y una ardiente lluvia torrencial me quema las alas que me mantenían con vida.

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