EL VIAJE A MÁLAGA

El viajero que llega a Málaga adopta de inmediato una actitud contemplativa. No le queda otro remedio. Se ve envuelto en una luminosidad marinera que le empuja a la quietud, al pasmo y a la inactividad. Sentado ante la planicie reverberante de sol y azul, descansa de un viaje siempre fatigoso y accidentado por caminos abruptos, escarpados puertos o saltos imposibles por encima de la montaña.
Guardo en la memoria con toda nitidez mis encuentros con Málaga. El primero se remonta al final de los años sesenta. Sucedió una esplendorosa tarde de primavera viajando desde Granada, cuando ya aburrido de vueltas y revueltas por la carretera de los Montes, se me presentó de pronto, allí abajo, tendida junto al mar.
Fue un hallazgo, una epifanía que cambiaría de rumbo mi vida: aquella tarde decidí que yo había de venir a vivir a esta tierra. Diez años después lo conseguí definitivamente.
En otra ocasión hice el viaje en tren. Fue un redescubrimiento, una nueva perspectiva, una visión inesperada, una vertiginosa secuencia cinematográfica. Tras el lento discurrir por la campiña cordobesa y por la vega de Antequera, el tren tuneló la montaña, larga oscuridad total. De pronto, rápidas instantáneas de un paisaje insólito. El tren salía del túnel y por unos segundos recorría un balcón que a mi derecha daba al precipicio. Una y otra vez la intermitente oscuridad. Era como abrir y cerrar los ojos, con el río abajo y en frente, un camino insensato pegado a la pared del desfiladero.

Al fin el tren rompió rocas sobre un embalse y se abrió camino hasta la estación de Álora. Luego todo fue dejarse llevar hacia los naranjos en flor, la claridad primigenia, el calor tibio, el olor a sal y el imperio de los sentidos.
Desde el avión tuve conciencia plena, visual y cósmica de lo que ya sabía, pero sólo había comprobado a ras de tierra. Aprehendí la imbricación de los hombres sobre el paisaje, alcancé el conocimiento desde una nueva dimensión. Málaga es como un gran teatro griego: las montañas que la rodean en semicírculo, moteadas de puntitos blancos que a pie de tierra son cortijos, forman la grada; la ciudad con su planicie, la orquestra; y el mar frontero, la escena.
Existe otra manera de llegar a la ciudad, que muchos desconocen. Puede convertirse en una hermosa excursión, si se escoge un día de atmósfera transparente y mar calma. Tómese el tren hasta Arroyo de la Miel, bájese caminando hasta la costa por el apacible parque de la Paloma, y disfrútese de un paseo marítimo hasta Puerto Marina, donde se toma el barco que llega a Málaga. Quizá este viaje desde el mar sea el más apropiado para acercarnos a aquella Málaga medieval, musulmana y fronteriza, arrasada antaño por la religión de los vencedores y sepultada hogaño por el poco miramiento de los que especulan...

(El grabado es de David Roberts, 1833)