El árbol centenario

De tierras lejanas llegó un ave de plumas plateadas como la luna, en su pico traía la vida en forma de semilla, desde lo alto la dejó caer en la árida tierra del aquel seco lugar, era un mal lugar para la vida, del estéril terreno rocoso de paisaje gris nunca había brotado vida, hasta que las lágrimas de la dama más hermosa que haya caminado por esa tierra, gota a gota cayeron sobre el suelo, el cielo convivido también lloró. Y al ver que la dama murió sola en aquella tierra árida lloró todos los días sobre su cadáver.

El cielo en su llanto incansable se hizo río, el color gris del paisaje había cambiado a un verde intenso, la semilla dejada por el ave renació al sentir las lágrimas del cielo llenas de dolor y vida. Su crecimiento fue lento, le llevó meses salir de la tierra pero una vez que lo hizo pudo ver que no estaba solo, una muerte había llenado de vida todo el lugar y ahora la dama vivía en entre ellos, acariciaba las hojas con sus manos de aire, soplaba todas las tardes en forma de brisa y su llanto se escuchaba en las noches como un coro de grillos.

Cien primaveras pasaron el ciclo de la vida no paraba, el árbol vio en cien años como todos los seres que lo rodeaban nacían y morían, pero él seguía allí con raíces profundas hasta las piedras, con ramas más altas y cercanas al cielo, siendo hogar y cobijo, todo ser viviente que quisiera sentir un poco de su fuerza se acercaba a él.

Cien otoños pasaron y sus hojas no acababan, hacían una cama tibia a sus pies, seguía frondoso con ramas cargadas, ningún otoño lo vio marchito. Era hijo de cielo no había en la tierra ser más fuerte que él, creía que con cien primaveras más iba a estar tan cercano al cielo que no vería la tierra, seguiría el vuelo de las aves y las puestas de sol, la tierra que lo vio nacer se tendría que olvidar del él porque no era lugar para un hijo del cielo.

Cien inviernos pasaron y un día el paisaje se volvió gris otra vez, arboles caían uno a uno, el río se secó de nuevo, el cielo se olvidó de sus hijos y no volvió a llover, pero el árbol centenario seguía allí con raíces fuertes, ramas largas y cubierto de hojas. Hasta que un día una equis marcada con pintura blanca sobre su tronco indicaba el fin de su vida.