A los buenos maestros

Dedico estas líneas a todos esos maestros pacientes y amorosos, como fue mi inolvidable maestra de primer grado, Carmen María.

Lamentablemente, después de tanto tiempo, es difícil hacer llegar este agradecimiento, a ella y todos los maestros que dejaron una huella positiva, que hicieron de la enseñanza-aprendizaje una experiencia amable y divertida.

Más que enseñarme a leer, Carmen M. sembró el amor por la lectura, amor que transmití a mis hijos, y que espero siga de generación en generación.

Su voz es inolvidable, era canción y sonrisa que calmaba cualquier angustia infantil. Y aunque no todos los maestros tuvieron esa personalidad especial, otros se sembraron también, perfeccionando o reforzando los modelos que aprendí en casa, o bien mostrándome que el mundo era mucho más que eso.

No por casualidad, mi madre fue maestra por más de veintisiete años -historia del arte, artes plásticas y manualidades y aunque nunca fui su alumna, siendo adolescente, muchas veces presencié como al toparse con sus ex-alumnos, ya todos adultos, la saludaban con cariño y agradecimiento, por lo que deduzco que fue para muchos lo que para mí fue Carmen María y otros.

No por casualidad, jugaba de pequeña a la maestra, incluso decía que quería serlo al crecer, interés que si bien aun no concreto, no me abandona del todo, está allí, latente, no para ser una más, sino para ser una maestra, profesora o facilitadora de las que deja algo trascendental en la vida del alumno (a), de las que inspira, motiva y despierta.

Por ello, este reconocimiento es también para Nerio Araujo, donde quiera que esté, mi profesor de literatura, psicología, latín y sociología, en bachillerato, materias que aprobé con la más alta calificación, como prueba que logró contagiarme la pasión que sentía por lo que impartía, como prueba de que logró reinventarse día a día, enseñando sin dejar de lado la camaradería, respetando nuestra adolescencia mientras recordaba la suya. Gracias por esos ejercicios de analizar canciones, me encantaban.

Gracias al poeta Hesnor Rivera, a quien tuve la dicha de tener de profesor en la Escuela de Letras, personaje inolvidable, con quién transitamos gratamente por la literatura española. Nadie se dormía en esa clase, pese al pronóstico, su capacidad de evocar personajes literarios, nos acercó irremediablemente a esos libros.

A Ovelio Piña, mí profesor de derecho sucesoral y bienes, por enseñar siempre desde la práctica, con integridad y respeto por el estudiante. Gracias a otros, que aunque no nombro aquí, es inmenso su legado.

Por último, gracias a Carlos Pérez, quien se ha convertido en amigo, en guía espiritual desde la poesía, y aunque no le guste que le llamemos así, es justamente un maestro, de los que dice verdades, del tipo que necesito en mi adultez, del que espero aprender mucho más, un maestro que nunca se repite en los talleres de poesía que tanto disfruto.

Y como soy madre, debo agradecer aún más a los buenos maestros de mis hijos, a Iris y a Keidy, por su dedicación; a Belén, por ser la maestra de primer grado perfecta para Julián, amorosa, paciente, al mejor estilo de mi Carmen María; y, a sus actuales maestros, Rosangela, en el caso de mi hijo menor, por motivar a sus alumnos a dar lo mejor de sí; a José, en el caso de mi hijo mayor, por no etiquetarlo en base a su diferencia, por comprometerse a colaborar en su logro educativo, por creer que las capacidades no están predeterminadas.

Ojalá todos los maestros sean un poco como ustedes.