Tratado pseudofilosófico de mujerología, desde el punto de vista invidente del arteneo.

A partir del “logos”, los griegos (desde el punto de vista occidental, según lo dicta la academia y como estudiantes dóciles lo apuntamos en el libro de nuestra conciencia), explicaron la naturaleza y otros menesteres. Encontrando sin querer una palabra que rime, también a las mujeres. Sin embargo, en este último tema tan espinoso, (como toda mujer, en el símil de las rosas con espinas), el arte las sintió.

La mujer no se explica ni se trata de comprender, sólo se siente. No en el sentido pusilánime de tocar, no; se sienten en el sentido de que son parte de nuestra esencia. Al menos es lo que trato, como mujerólogo, de vivir. Como todo tratado que busque sustentarse, me he dado a la tarea de plasmar las bases del mismo y para ello me he puesto a la tarea de estudiar y vivir a las mujeres.

En las tardes de café en las que me acompañan cada una de ellas apegándonos a una aleatoria agenda, he captado la esencia de ellas. He descubierto algo: la mujer es Dios. La mujer es el origen de todo. Hay algunos envidiosos que afirman que una mujer (a la que decidieron llamarla, Eva), llevó a la destrucción a un hombre llamado Adán. Permítanme decirles que eso no es cierto.

Hay quienes afirman, por poner otro ejemplo, que la mujer proviene de las costillas del hombre. Eso es un argumento antropomorfo que no tiene ninguna validez. En realidad el hombre proviene de los pies de la mujer. Ahí es donde está nuestra razón de ser: siempre a los pies de ella. En un acto de veneración reconociendo que lo son todo y nada para unos y unas.

La mujer está en todos. Es nuestro lado femenino y por lo mismo debemos explorarlas.