review: Los horrores de una guerra.

in #steempress5 years ago (edited)

Mi abuelo siempre fue un tipo interesante. En mi infancia recuerdo pasar tarde enteras oyendo sus historias y anécdotas. Su voz débil y arrostrada por quien sabe que penurias, te trasportaba a los lugares de su pasado. Y de alguna forma uno tenía la impresión de estar allí; viéndolo graduarse de la escuela militar y como, siempre con una nota de orgullo en su voz, logró siendo un enclenque ser el mejor infante de la promoción, un mejor trabajo y una mejor esposa. Una mejor vida. No importaba cuantas veces repitiera las historias, exagerándolas, rebajándolas, a mi me fascinaba oírlo, verlo sentado en su poltrona de cuero hablar de aquellos días difíciles.

En cuarto año de liceo, la profesora de historia contemporánea, nos mandó un ensayo sobre la incursión al Amazonas realizada por nuestra esplendorosa Fuerzas Armadas. Podíamos hacer uso de cualquier fuente de información; la hemeroteca, recortes de periódicos, relatos de los supervivientes. Hace un tiempo que el abuelo no me contaba historias, sin embargo, recordaba o me imaginaba, haberle oído hablar de la Incursión.

Ese viernes, al salir de la última clase, decidí visitar a mi abuelo. Seguro tenía algo que aportar desde su perspectiva de gran infante de guerra. Al entrar en la casa me recibió con un fuerte abrazo, muy efusivo, como si no nos hubiéramos visto el domingo y, en cambio, lleváramos años distanciados. Me instó a sentarme en los muebles de la sala mientras entraba a la cocina a preparar café. Al cabo de un tiempo salió y mientras colocaba en la mesa las tazas y los panes dulce, dijo

—Bueno cuéntame Luis, que viene hacer una muchachada hoy viernes por aquí. Deberías estar en el cine, con tus amigos, viendo a las muchachas. Sonrió con sus ojos grises, con patas de gallos en los costados, por encima de su taza.

—Tengo que hacer un ensayo que nos mandaron en la escuela—Me estire y tome la taza de la mesita de cristal en el centro de la sala—Así que pensé que podías ayudarme.

— ¿Y de que trata ese ensayo tuyo? ¿De los viejos verdes y enigmáticos? —Se atragantó en una risa seca, de viejo fumador — Vamos a darnos prisa entonces. Así tienes tiempo para disfrutar la tarde. Dime de qué trata el ensayo. Tomó un pan y se lo llevó a la boca.

—Bueno, mi profesora nos ha colocado un ensayo sobre la Incursión realizada por las Fuerzas Armadas al Amazonas. Podemos usar cualquier tipo de información. Pero aquella se desarrolló en tu época, abuelo, así que pensé que podría utilizar tus vivencias, tu narrativa —Mi abuelo había bajado la taza y masticaba lentamente. Como si fuera una pasta endurecida la que se había llevado a la boca y ahora, no pudiera tragarla. —Mi padre mencionó que habías estado en la incursión. Además tú estuviste en la Academia un año antes de todo. Pero creo que tu nunca me has contado sobre eso ¿no? ¿Te sientes bien, abuelo? No respondió de inmediato. Se llenó los pulmones de aire y lo exhaló con un soplido

—Si, mijo. Todo bien—Asintió varias veces al vacío, viendo la ventana— Creo que es algo que nunca te he contado, ni a tu padre tampoco. Ahora que lo pienso, creo que nunca lo he contado en serio. Pero no es una historia digna de contar, Luis. No hay nada de heroico ni valeroso. Mejor vete a la hemeroteca.

Decidido a sacarle la historia por curiosidad. Le lancé una mirada que él conocía muy bien. Por todas aquellas tardes que pasamos juntos recordando su pasado. —Por favor. Así tendré una visión única sobre los acontecimientos. Ya estoy mayor para oírla. Y te servirá, no es algo que debas cargar. Ya han pasado suficientes años.

Se quedó en silencio, viéndome. Se le acentuaron las arrugas en las mejillas y la frente. En mi infancia la casa tenía una dimensión más grande. Todo parecía enorme. Al darle un vistazo me di cuenta que los muebles eran diminutos. En realidad toda la casa era angosta y estrecha. Mi abuelo, que en mis recuerdos tenía el porte digno de los militares, era un viejo; demolido, gris. Respiraba agitado y sostenía la taza sin saber muy bien qué hacer con ella.

—Esta bien, hijo. Te la contare. Esta historia no tiene héroes. Nadie sale ganando. Solo te diré que nunca pasa suficiente tiempo para olvidar. No quiero que me veas diferente. Mi yo de aquellos días murió en la selva. Este que está aquí solo es un cobarde, que prefiero la vida y el maltrato del tiempo.

Entré a la Academia militar, quizás por el azar. Aunque había logrado ingresar en una universidad de Caracas, no podía costearme la vida en la capital. En ese entonces el gobierno patrocinaba una campaña para darle dignidad y prestigio a las Fuerzas Armada caída en desgracia. Hasta llegaron a ofrecer cupos gratis para estudiar en los principales organismos. Así que opté por una carrera marcial. Siempre he repudiado lo que tenga que ver con las armas y la violencia. Por allá, en mi pueblo del llano, yo pensaba era en las artes. Pensé que mi vida tendría un sentido más artístico; perderme en un lienzo, en la magia de los versos, en la vitalidad de la música. Sin embargo, la vida tiene esas contradicciones; ahí estaba yo, alistado y uniformado en un autobús rumbo a la meseta, dispuesto a convertirme en militar. Mientras vivía en aquel régimen austero de trabajos y privaciones, ambicionaba un trabajo, trabajar de lo que sea, para hacer mi vida fuera de las líneas. Aunque no desencajaba en ánimos ni en esfuerzos de mi grupo de camaradas supongo que la tristeza no se puede esconder. Por lo que los oficiales superiores, aduciendo que no sentía el patriotismo del que se vanagloriaba el Líder en sus cadenas, me destinaron al cuerpo más severo y estricto, los Marines. Una escuadra que se encargaba de filtrar idealistas y comunistas encubiertos, como se refirieron a mí al llegar. El primer anual de entrenamiento se hizo muy cuesta arriba. Yo seguía en mi firmeza de que al terminar el segundo anual podía pedir la baja y estudiar ingeniería en la escuela de oficiales. Durante aquellos dos largos años, a través de la correspondencia de los domingos, supe de la muerte de mis padres por tuberculosis. Luego mi hermana me enviaba extensas esquelas contándome de las restricciones a los medios de comunicación, de un grupo de militares desertores, una guerrilla en el Amazonas dedicada a la explotación de minerales. Hasta que por fin se casó con un vendedor de autos que gana siete dólares al mes, toda una fortuna, y dejaron de llegarme su cartas. Pero no todo fue malo, en mis permisos semanales, conocí a una hermosa andina, dependiente de una farmacia de la zona. Y, aunque no estuviera enfermo, al ver sus ojos café y su pelo castaño, me subía la tensión arterial. Yo me olvidé entonces de huir del escuadrón. De todas formas ya no tenía donde regresar. Me encontraba solo. Ya había hecho mi hogar. Era un tipo de armas. Por aquellos días volvieron a oírse las noticias de un destacamento guerrillero en el Amazonas. Los superiores reunieron un grupo nutrido de camaradas, entre ellos yo y comenzamos la incursión.

—Abuelo ¿Puedes continuar? Podemos dejarlo así.

—No, tranquilo. Tengo que contarlo.

En el Amazonas abundaba la droga, la sangre, y los diamantes. Tres fronteras, un río marrón y caudaloso y una selva enigmática. Nuestro objetivo era resguardar la frontera de Venezuela con Brasil. Sin embargo, pasamos mucho tiempo en las aldeas de los indígenas. Seres embrutecidos que andaban de aquí para allá entre la maleza. Sus ojos negrísimos, como la noche en donde por encima del ruido de los zancudos y la humedad pegajosa, se oían sus tambores y cantos hasta el amanecer. A veces algún anciano se te quedaba mirando fijamente, como intentando decir algo, y tu creías ver en aquella mirada apagada un misterio casi tan asfixiante como la selva. Los soldados vivíamos en tedio, jugando cartas o domino y pasándonos cigarrillos y bebiendo ron. Yo me recostaba en una hamaca guindada en una choza de una india y leía. Y pensaba. Y me sentía muerto. Como envuelto en un capullo de zancudos que no dejaban de zumbar nunca. Y pensaba en mi andina, atendiendo su farmacia, en el calor de sus manos, en la frescura de su risa. Y me subía la tensión arterial. De vez en cuando patrullábamos y conseguíamos minas ilegales, muelles clandestinos. Nada de provecho; o se encontraban en franca destrucción o encontrábamos muchachos asustados con armas en las manos, que al apuntarles se ponían a llorar. Daba la impresión que nos habían estafado, que las movidas que nos llegaban de los guerrilleros fantasmales, eran laberintos. Al ver el montón de chozas convertidas en cenizas, sepultadas por el follaje, envueltas en esa niebla sucia, uno no creía que nadie había vivido allí nunca. No le veía mucho sentido a mi presencia en aquella espesura, martirizado por los zancudos, las noches de borrachera cantando odas vudús. Imaginando que me encontraba muerto, tragado por una mortaja negra. Devorado por la selva. En una ronda de patrullaje nos extraviamos. No sabíamos muy bien si nos encontrábamos en Brasil o Venezuela. Desde el mediodía una incesante llovía entorpecía el paso y hacia más pesado los equipos. El torrencial no aminoraba cuando nos dispusimos armar las carpas y dormir en los sacos impermeables. A la mañana siguiente seguía lloviendo y del suelo se elevaba una bruma pesada. Agotados por la humedad y los mosquitos llegamos a un claro, una aldea polvorienta, con una gran choza en medio. No se veía a nadie. Ni un aro de humo. Solo un perro escarbando la tierra. El patrón mandó a registrar y armar la compañía. Adentrándonos bajo el aguacero, registrando choza por choza sin encontrar nada, se filtraba un olor a podredumbre. Con mi fusil empantanado sigo el rastro de ese hedor donde se maceraba la muerte hasta meterse por los ojos. Ya había abandonado la esperanza de encontrar signo de vida cuando me dirigí a la choza del medio. Al abrir la puerta vi una cara burlona y satisfecha que me dirigían alrededor de cincuenta cadáveres apilados. Hombres, mujeres y niños se habían convertido en un montículo de sangre. Los perros de la aldea se daban un festín arrancado trozos de carne y devorándolos. Solo pude levantar mi fusil y disparar contra aquel rostro desdentado que se reía de mi. Al advertir los disparos se acerco el resto del grupo. Mientras me sacaban llorando, aferrado a mi fusil, pude verlos detenidos en la puerta, tomando los bidones de gasolina y rociando la choza, prendiéndole fuego. No había nada que decir. Yo gritaba mientras veía las llamas comerse aquellos cuerpos desnudos. Mientras veía una inmensa cara sonreír. Los días siguientes nos dedicamos a buscar a los guerrilleros. Por esto, dijo nuestro general, deben estar cerca. Solo podía pensar en los perros olfateando la sangre. Y una oleada roja cegaba mi vista y repercutía en mis venas. Una semana después, el cazador, un tipo de pocas palabras, llego corriendo sin aliento y le dijo al general, encontramos la guerrilla patrón. En algún lugar de la jungla existe un campamento de hombres armados. Día tras día un grupo de pobres diablos bajaba por los túneles a buscar diamantes. Mujeres, hombres, ancianos y niños ahuecados en el río. Escarbando la tierra. Sumergidos en las tinieblas. Nosotros esperando en la maleza. Llevábamos días registrando las operaciones. Calibrando la estrategia. Esa noche mi mano temblaba ansiosa en el gatillo del selector. Saboreando el momento. Uno de los guerrilleros se acerca a un anciano indígena sentado en la arena. No pudo oír lo que dicen. Hay un destello, una estrella perdida en la oscuridad, y el anciano cae. El guerrillero guarda el revólver en el bolsillo trasero del pantalón. Veo al patrón, asiente. Segundos después una ráfaga sale de mi fusil, el retroceso me perfora el hombro, pero yo sigo disparando, viendo sombras caer una tras otra. Todo el claro se alumbra con luces. Pequeñas luciérnagas de la destrucción. Yo, como una maquina asesina, recargó y suelto una ráfaga. Siento zancudos gigantes pasar por mi cabeza, cerca de mi oreja. No tengo miedo. Un liquido caliente me recorre el hombro y baja por mi brazo. Oigo explosiones. El Apocalipsis prometido. Salvador. Salvados. La tierra se alza. Yo sigo disparando. Ya no oigo nada. Me levanto de mi tumba con un revolver en una mano y la bayoneta en la otra. Alguien intenta detenerme, mas ya no puedo. He sentido el llamado. Al día siguiente amanezco en una camilla. No puedo hablar, tengo la garganta lastimada. No habíamos acabado solo con los guerrilleros, sino que acabamos con todo. ¿A cuántos habré matado con mis ráfagas? ¿Cuántos inocentes habré podado? El tiempo se detuvo aquella noche y yo solo veía en la tierra aquella cara sonriente, satisfecha. Felicitándome. Veía a soldados agrupar cuerpos de civiles y guerrilleros en un camión.

— ¿A dónde los llevamos, señor? —Oí una voz preguntar. Creo que me pareció el Cazador.
—Por ahí. Mételos en una fosa común. Hay que esconder los daños colaterales—respondió el patrón.

Al darme de alta, cogí una pistola y me dispare en la sien. Buen intento, vuelve a intentar. Desperté en el Policlínico de Caracas. Lo había intentado en la selva. Ahorcarme en el hospital. Y volvía a despertar en otras camas, con fiebre. La vida había preparado un castigo peor que la muerte, vivir con el recuerdo de la incursión en el Amazonas.


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