Kafkiano.

Kafkiano. Es el término que utiliza la RAE para referirse a situaciones trágicamente absurdas. Pero también es la perfecta descripción de una ciudad que se ha convertido en un carrusel; una ciudad presa de convulsiones sordas, que hace que te tambalees a cada paso, girando sin control. Quizás, los que decidimos quedarnos aquí, somos un poco como las personas en situaciones de calle: aunque hay mucho de necesidad, pobreza y desencanto, también hay una porción muy grande de voluntad y decisión —o quizás no, para nada, qué voy a saber yo—. A lo mejor es como me dijo mi último amigo antes de irse, mientras tomábamos una botella de ron de origen dudoso, en su casa vaciada por los familiares marchados; él y yo solamente.

—Si te quedas es porque te gusta la depresión de las calles, la indiferencia con la que se camina, la brutalidad. Aquí no hay nada. Es loco, porque en ningún momento supimos cuando cambió. La esperanza es lo último que se pierde y eso es lo malo, mano, porque solo al final sabes si vale la pena o no—dijo.

Fuente

Sonreí sin decir nada, a veces uno no puede explicar ciertas cosas, es como si solo tuvieran una significación interna y al exponerlas a otra persona se desvaneciera al aire toda su fuerza, toda su verdad. Uno se ve como desde una lejanía, una distancia que no parece real, y todo su aparente vitalidad y emprendimiento solo fuera, a plena luz, desvalimiento e indefensión. Al día siguiente lo acompañe al terminal. Aquí había más personas, su familia, su madre, unos cuantos conocidos y yo. Me sorprendió su entereza ya que siempre fue una persona nerviosa. Mientras esperaba la llegada del autobús que lo dejaría en la frontera, vi entre la fila varios rostros que me sonaban de algo. No es que fuera uno en particular, sino varios, como pequeñas manchas entre la multitud. Al fin llegó el expreso y mientras la fila se disolvía en una enorme masa que se agolpaba a las puertas, los reconocí. Eran rostros —aunque esta definición es muy impersonal—, al principio solo fueron eso, después pasaron a ser personas que recordaba. Uno era el cajero que atiende en la panadería cerca de mi casa; otra, quizás la había visto algunas veces en la calle. Por un momento, cuando mi amigo se alistaba, dejando recordatorios, dando abrazos a su madre al fin perdida en llanto y sin entereza, tuve una sensación de abandono, de pérdida total. No era solo que alguien a quien conocía, y tal vez no vería más, se iba. Era que al reconocer a los demás rostros, tuve la seguridad de que toda la ciudad escapaba. E imaginé tiendas vacías, escaparates llenos de polvo, sin nadie que comprara sin nadie que atendiera. Calles solitarias con solo algunos perros desnutridos y los cuantos esperanzados que quedamos, viendo el final. Santamarías cerradas. Abrazos de madres no dados, esperando eternamente. Terminales atestados.

Entre la riada de personas que lo arrastraban, mi pana logró hacerse un hueco a punta de codazos y llegar hasta mí. Me abrazó y me tendió la mano. La estreche y le deseé buena suerte.

—¡Qué va, marico! Suerte vas a necesitar tú si todavía decides quedarte. Vas a ser la última persona de este bendito pueblo—. Nos abrazamos una última vez, y luego nos despedimos por la ventanilla. Al volver a casa soñé de reversa.