Dando infinitas gracias a Dios por lo que me permitía vivir, amaneció el penúltimo día del viaje a Italia. El día siguiente despegaba el avión de regreso; pero todavía teníamos una jornada para experimentar, o mejor dicho para reexperimentar Roma. Sería una jornada relajada. Debo decir que ese día me sentía libre, nada me preocupaba, no había itinerarios ni horarios que seguir, aquello era simplemente dedicarse a ser feliz.

Recuerdo que ese día fuimos de vuelta al Vaticano, pero esta vez estuvimos compartiendo con nuestra nueva compañera de habitación, una chica colombiana, con quien nos sentíamos muy a gusto puesto que por fin podíamos dejar un rato de lado el italiano y hablar en nuestro idioma natal con otra persona. Ya era hora de comer algo, una pizza para variar; y un helado de postre, no importaba que estuviéramos en invierno e hiciera frío, después de todo, ¿cuándo esas cosas le han importado a un venezolano?

Aparte de la ciudad del Vaticano, aquel día decidimos dar otra vuelta por el espectáculo citadino que es el Coliseo; y es que verlo allí en plena ciudad, tan inmenso e imponente era, como ya dije, un verdadero espectáculo. No me cansaba de admirarlo y creo que definitivamente los cientos de turistas de todas partes del mundo que día a día transitaban las calles y monumentos de Roma pensaban lo mismo que yo.

Entre paseos y conversaciones cuyos tópicos resultaban en aquel momento interesantísimos, se hizo hora de organizar las maletas, pues a primera hora del día siguiente debíamos salir hacia el aeropuerto. Había muchos suvenires y recuerdos que guardar; “espero no haber olvidado a nadie” -me decía-.

Era la mañana del Domingo, nos tocaba regresar a casa; ya me había despedido previamente de los amables encargados de la posada, con quienes tuve la oportunidad de conversar amenamente en varias oportunidades. Entonces, con las primeras luces del alba tomamos nuestras maletas llenas de recuerdos y partimos al aeropuerto. De camino, ya empezábamos a comentar con más fuerza lo mucho que extrañábamos la comida de nuestro país y sobre las cantidades de arepas que nos comeríamos apenas llegáramos. Aunque más aún extrañábamos a nuestras familias, que siempre estuvieron al pendiente, apoyándonos incondicionalmente en esta aventura. No podía esperar llegar para contarles las innumerables historias y anécdotas que había vivido.

Resulta curioso que, a pesar de que ya nos estábamos despidiendo de esa hermosa ciudad, la sorprendente e inolvidables Roma, no me sentía tanto nostálgica, sino más bien satisfecha. Habíamos cumplido un sueño y si se quiere una misión, regresaríamos a casa, sanas y salvas. ¡Lo logramos!