El misófono - Presentación (II)

in #spanish5 years ago (edited)

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Desde que José tuvo existencia (ya vimos que esto no sucedió sino años después de su nacimiento) tuvo predilección por la letra antes que por el habla. Con el tiempo, y con el advenimiento de las novedosas tecnológicas que se lo fueron permitiendo, fue eligiendo leer y escribir antes que escuchar y hablar.

Esta inclinación, sin embargo, más que obedecer a un particular amor por la palabra escrita se debía a una cierta aversión hacia la palabra pronunciada. Claro que esta aversión él supo identificarla de modo conciente tiempo después. En aquellos primeros momentos de existencia no podría decirse que hubiera mucho más en él que un instinto que lo llevaba hacia lo que yace escrito.

Pero ya en su etapa adolescente su repulsa comenzó a manifestarse de un modo más directo. En situaciones en las que debía escuchar alguna exposición sostenida, acaso de un profesor o de algún conferencista, le sobrevenía un malestar, como una náusea, que no lo abandonaba sino hasta que lograba escapar de aquella pestífera voz. Con lo cual se vio obligado a dejar de asistir a clases, exposiciones académicas o cualquier evento que involucrara a un orador.

Poco le importó, no obstante, puesto que lo que en tales lugares era presentado de manera oral lo encontraba mucho mejor expuesto en los libros. Así que consideró que nada se perdía con dejar de asistir a esos espacios. Pero sucedió que con el tiempo ya no pudo soportar ninguna voz humana. Escuchar hablar a alguien, por mundano que fuera su asunto, provocaba que su cuerpo se convulsionara con repetidas y agudas arcadas. Eran, aquellos, momentos de indecible tormento que no encontraban alivio aunque vomitara hasta sus propias entrañas. Así es que para estar a salvo terminó por recluirse y procuró que todo contacto con el lenguaje humano no pasara de la palabra escrita.

Sin embargo, debió aprender todavía, y con no poco sufrimiento, que en la palabra escrita latía una amenaza. Y es que ciertas frases halladas en sus lecturas, que acaso en un principio encontrara sublimes, alcanzaban de pronto un cariz perturbador si accidentalmente le era dado escucharlas, ya fueran pronunciadas por él mismo (si es que en un rapto de lirismo inconsciente las recitaba) o por algún otro que de improviso las citara en su presencia. Entonces le penetraba tan hondamente su musicalidad, y con consecuencias tan desastrosas, que le urgía eliminarlas tanto de la hoja que les servía de soporte como de su propia mente. Y es que ahora el solo recuerdo de la sonoridad que despertaba la visualización de los caracteres que conformaban dichas frases, sin necesidad de que fueran efectivamente pronunciadas ante su persona, había pasado a ser suficiente para ocasionarle el temido malestar.

Pero esto que en un principio se limitaba a algunas frases puntuales, vale decir, a aquellas que transportaban alguna verdad o alguna belleza particular, pronto se extendió a otras menos felices. Y como vislumbrara la posibilidad de que comenzara a ocurrirle con cualquier lectura, incluso con las más banales, puesto que el recuerdo no solo se nutre de lo excelso y ya había voces de lo más estúpidas que amenazaban con colarse en su memoria, ya no le fue suficiente con evitarse entrar en contacto con voces humanas, sino que debió esforzarse por descartar de su mente toda huella psíquica de la palabra hablada, lo que consiguió tras muchos años y con no pocas recaídas.

Con el tiempo lograría tal dominio sobre su enfermedad que bien podría estar frente a alguien que parlotee durante dos horas seguidas sin escucharlo en lo más mínimo. No es que fuera sordo, oía sin inconvenientes cualquier otro tipo de sonido o ruido; pero uno no escucha lo que no conoce y él había eliminado de su realidad el sonido del lenguaje humano.

Por muy curioso o excepcional que a partir de esta presentación pueda sugerírsenos este sujeto, debe advertirse que ni su vida ni su muerte merecen mayor atención de nuestra parte. Rutinario y monótono, como todo tránsito, fue su paso por este mundo.

Pero han llegado hasta mí algunos escritos de su pluma con reflexiones que acaso sepan despertar algún interés, al menos por su singularidad. Como carezco de autoridad y capacidad para juzgarlos por mí mismo, los iré publicando, sin discriminación y sin más orden que el del puro capricho, y que sean su destino y justicia los que les infundan sus eventuales lectores.

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