Los muchachos vieron cuando ella había sido arrastrada por los cabellos y empujada a su casa. No hubo forma alguna de intervenir. Ningún héroe espontáneo que asumiera la defensa, ni una palabra alzada que diera en mitad de aquel hombre y lo derribara. Solo un silencio que cayó en el vaso lleno, que se desborda, que no aguanta.

Aquel ángel había practicado su vuelo. Sabía que en aquellas manos no tendría libertad, solo castigo, maltrato. Pero el verdugo olió la rebelión del cielo. Así que ese día le cortó el cabello, le quemó la cara y le escondió la ropa. Toda la noche se escuchó el llanto, el llanto de una mujer herida que pide ayuda. Pero al parecer todos olvidaron el vientre donde fueron sembrados y todos callaron.

A la mañana siguiente la puerta abierta de la casa y los perros sarnosos en el basurero no daban señales extrañas. El silencio puede ser también cómplice y la vida puede ser buena para el que se desentiende de todo.

A las semanas, un cuerpo con varios orificios en el rostro daban pistas de la masacre. El hombre lloraba al ser arrastrado por los de uniforme. Ahora sí hubo curiosos y ojos, y sonidos que hicieron eco.

Era mía y por eso la maté –dijo el hombre ante el juez justificando su acto. Lo que jamás confesó el homicida, incluso después que lo soltaron, que aquella mujer ya no era de él y por eso la había matado.

HASTA UNA PRÓXIMA HISTORIA, AMIGOS