Al igual que el mar, las personas a veces podemos estar tranquilas, calmadas, pero otras veces furiosas, bravas e impetuosas. No es que cambiemos, es que hay circunstancias o personas que pueden sacar lo mejor o peor de nosotros. Como hoy. Un viernes con sabor a sábado que apenas comenzaba, y que avanzó solo para convertirse en un domingo por la mañana. Así de lento y triste es.

[Foto de mi archivo personal]

Pensaba salir al banco como a las 9, pero vi que había una llamada perdida de una amiga en mi celular. Le devolví la llamada y me dijo que un amigo en común se iba del país, que pasarían por mí para que pudiera despedirme. Quise decirle que no, pero colgó el teléfono. Me quedé pensando que no me gustan las despedidas y que he tenido un montón de esas en estos últimos días. Mi vida se está convirtiendo en una rutina de adioses, de promesas de encuentros futuros, de silencios atorados en la garganta. Las despedidas están cambiando mi vida de sitio, también mi corazón.

[Foto de mi archivo personal]

Los tres nos fuimos a la playa. Allí hablamos de un montón de cosas, evitando tocar el viaje de nuestro amigo. Bordeamos temas, tanteamos preguntas, nos asomamos a algunos abismos, pero ninguno quiso hablar del viaje. Los tres sabemos que hay nudos que necesitan tiempo para desatarse y nos quedaban pocas horas, minutos para desperdiciarlos en despedidas. Allí, en la arena, construimos un refugio a nuestra medida, donde guardar los recuerdos, algunos monstruos, y brindar por nuestra amistad. A las 11 de la mañana, me llevaron al banco. Al bajar del carro solo miré las pupilas de mi amigo y lo abracé fuerte. Los tres largamos la risa. Al meterme a la entidad bancaria, me dijeron que no había dinero en efectivo. Salí de allí con una extraña sensación de impotencia. Respiré profundo y pensé que morimos un poco cada vez que ocultamos lo que sentimos, y me pregunté: ¿Cuánta tristeza dará salir del país? Suspiré y sonreí.

HASTA UNA PRÓXIMA LECTURA, AMIGOS