Defensa del habla popular en el idioma español

in #spanish6 years ago

  En La lengua del corazón, la poeta y ensayista venezolana María Fernanda Palacios dice: “... a menudo es la escuela la encargada de matar la letra, o de entontecerla o enmudecerla: nos desazonan la lengua y con ella la vida. La escuela, las escuelas, como las iglesias, nos hacen perder la propia lengua, esa sustancia adherente y viva que es anterior a cualquier alfabetización”. Y más adelante: “Ahora entiendo por qué la filología siempre ha advertido que el deterioro de la lengua comienza desde arriba, en el habla culta, que es la que se homogeiniza, la que se afecta y empobrece (1). 

                                                              

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  Eso, exactamente, es lo que se encuentra cuando se oye hablar o se lee a la mayoría de los científicos sociales, los políticos y críticos de arte o literarios. Ese lenguaje muerto y desabrido de una élite intelectual atenta más contra la riqueza del idioma que todas las confusiones que andan en boca del vulgo. Pero es que el vulgo, muchas veces, se deja contaminar por esa lengua disecada al recibirlo por los medios de comunicación, creyendo, al imitarla, que habla mejor. 

  Del lado opuesto, aun como corriente literaria, algunos copistas de la “realidad social” elaboran una prosa que conjuga denuestos y obscenidades como bandera de un estilo supuestamente contestatario. En cierto nodo, ese estilo suyo parte de un desprecio por la gente inculta, porque no se toman la molestia de hurgar en lo mejor de nuestra habla popular y si acaso llegan a conocerla, reniegan de ella para hacer valer sus prejuicios. ¿Acaso han oído contar historias a un veguero o a un labrador andino o a un campesino falconiano o a un pescador oriental? Seguramente no: prefieren el tercer mundo de las ciudades, del hampa juvenil de los barrios (que también, por cierto, tiene sus joyas idiomáticas); eso está bien, si así lo quieren, pero subestiman la lengua de generaciones anteriores, conservada fielmente en decires y refranes que enaltecen un vivir distinto y un saber relegado. 

  Por su parte, algunos estudiosos del idioma y algunos deformados por la educación superior y postgrados “muy científicos” basan sus objeciones en que el común de los venezolanos dice “fuéramos” cuando corresponde hubiéramos, dice “habemos” en vez de somos o estamos, “haiga” en vez de haya. Estamos de acuerdo, pero a la par de esos dislates hay venezolanos que se preocupan por el buen decir y si a veces llegan a parecer obscenos, es porque la pasión del momento los obliga a mandar al carajo a gentes y reglas. 

  Nuestra pobreza lingüística se debe, en buena parte, a quienes han perfilado la educación, a quienes han ejercido el poder; a quienes, mediante los partidos políticos, instituyeron un estilo de vida abrazado a corrientes ideológicas foráneas y nunca se detuvieron a palpar el alma de nuestra gente ni a procurarle una educación conforme a sus diversas raíces y a sus propios anhelos. Esas élites “afectaron y empobrecieron nuestro hablar”, porque al ellas venderle el alma al diablo de sus ambiciones se afianzaban en el poder y condenaban a sus compatriotas a la peor sujeción: la lengua estereotipada, plagada de credos irreflexivos, de dislates repetidos hasta el cansancio y verdades a medias o asentadas en prejuicios. Y aunque esas mismas élites al propagar esa enfermedad también la contrajeron, lograron hacer de la mayoría víctimas de una verdad que era sólo para los peces: morir por la boca. 

            

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  En esta peculiar batalla no hay trincheras ni exilio posible. Defender nuestra lengua es defender el espíritu, y la lengua, pese a todas los encasillamientos y manipulaciones, a la larga, es órgano del alma. 

  En el caudal diverso y amenazado del vulgo aún sobrevive una tradición y un cuerpo latiente. He querido mostrarlos, tal vez no con los mejores ejemplos, pero, al menos, he procurado reivindicar un propósito y una pasión: el don de la palabra, el milagro de pronunciarla, oírla y escribirla. Y sólo sé, a toda hora, que vale la pena mantenernos vigilantes, andar en cualquier parte y en todo trance con los pocos restos de cultura que nos quedan, con los poetas y escritores que le han dado aire y vigor a la lengua española, y con el mermado tesoro que algunas veces destella en la gente de la calle. “Si bien nos oponemos en lo más íntimo de nuestro ser a la creciente uniformidad de nuestro mundo, amamos lo indestructible de este mismo mundo, aquello que queda intacto después de todas las transformaciones”(2). Así, no nos aferramos a una esperanza, pero reverenciamos un privilegio durante el poco tiempo que nos regala el destino.
           
   (1) Sabor y saber de la lengua, Monte Ávila Editores, Caracas, 1986. 

    (2) Stefan Zweig, en el Mundo insomne.      

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