En una carta fechada en Arlés, el 10 de marzo de 1888, Vincent van Gogh le confesaba, a aquél gran confidente que fuera su hermano Theo, aquello de: ‘me hace falta también una noche estrellada con cipreses...’. Un tipo de noche, posiblemente, que además de ser el telón de fondo de aquélla noche en la que su espíritu se liberó definitivamente de la mordaza de la carne, resultaba para su alma tan irresistible como el influjo de esa lamia que, metafóricamente hablando, podemos suponer, o cuando menos intuir, que es lo Incognoscible.

Porque van Gogh, en mi opinión, no sólo fue un alquimista de la paleta que se fue diluyendo a sí mismo a través de la materia primordial que le proporcionaban aquéllos duros comienzos en los miserables pueblos mineros belgas, donde los colores del cielo, de la tierra, del agua y de las gentes portaban, indiscutiblemente, la misma nigredo con la que él tomaba sus bocetos, sino que además, Vicent –mi amigo, su amigo, nuestro amigo- independientemente de su genio –entiéndase, en su doble sentido- fue también un Poeta.

Un poeta, según mi forma de entender su vida y su obra, de lo Incognoscible, que era, precisamente, el lugar –patrio o matrio, pongan ustedes mismos el término que más se ajuste a su manera de pensar o de sentir- en el que verdaderamente residía su espíritu y donde la paradoja, lejos de ser un enigma para él, constituía, por el contrario, la némesis definitiva de cualquier incógnita.

Vincent, como el Bateleur o el Mago de los Arcanos Mayores del Tarot, restituía en sus cielos, en sus estrellas o en sus girasoles, esa fuerza metafísica, comparativamente hablando, que se advierte fluyendo como un torrente de los poemas de Shelley; que despierta pasiones contrapuestas, como los personajes de Lord Byron y que invita a aspirar, siquiera sea con las fosas nasales del alma, el aroma misterioso de la Rosa de Yeats.

Verse, por tanto, inmerso en una aventura virtual, donde unos y otros desfilan a velocidad panorámica alrededor de esa estrella principal o sol evanescente en el que se invita a transformarse al espectador, es llegar a convertirse en protagonista de una asombrosa aventura, donde las sensaciones, lejos de diluirse en la paleta abandonada en un rincón del ostracismo, adquieren el hábito de lo real, transportándole a esos mundos subliminales que flotaban por el universo intelectual del genio, como las frágiles pompas de jabón a las que le cantaba el poeta Antonio Machado.

Por eso, sentirse inmerso en los detalles de la obra de Van Gogh, desde sus comienzos, paseando por sus obras más conocidas y acompañándole también por sus excursiones en las estampas japonesas –de las que decía que ‘cuando uno empieza a amarlas, ya no se arrepiente’- resulta, definitivamente, si no un descubrir sí al menos un re-descubrir a aquél añorado ‘loco del pelo rojo’, hasta salir de la exposición mareado de placenteras sensaciones, coincidiendo con él, en que ‘los verdaderos pintores se dejan guiar por esta conciencia que se llama el sentimiento’.

La exposición ‘Van Gogh Alive’, promovida por Nomad Art, recala en estos momentos en Madrid, en el Círculo de Bellas Artes, donde permanecerá hasta el próximo día 26 de febrero de 2019.

Notas, Referencias y Bibliografía:

Las frases de Vincent Van Gogh, están sacadas de la recopilación de las cartas que éste le envió a su hermano Theo. La edición en la que me baso, es aquella publicada por Alianza Editorial, S.A., 2ª edición, Madrid 2012.

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AVISO: Tanto el texto, como las fotografías, como el vídeo (excepto la música, reproducida bajo licencia de Youtube), son de mi exclusiva propiedad intelectual. No así, el contenido original de la obra, que pertenece a Nomad Art, ni por supuesto, sus derechos.