Cierto día de otoño, por Ítaca corrió el rumor de que Ashaverus, el Judío Errante, había sido visto, dirigiéndose hacia los Jardines de la Memoria, lugar donde mi señor Ulises solía pasar largas horas, solitario y meditabundo, sin más compañía que esa persistente complementaria, imposible de esquivar o de dar esquinazo, que era su propia ensoñación.

Tan pronto como la noticia llegó a sus oídos, tiempo le faltó a mi señor para apresurarse y salir en su busca, pues deseaba fervientemente conocer, y por supuesto tener la oportunidad de conversar, con un viajero de tan larga y dilatada experiencia, pues si bien es cierto que todos los caminos conducen a Ítaca, no siempre a Ítaca terminan arribando todos los viajeros.

Dicen, aquellos que lo vieron a primera hora de la mañana, que atravesó raudo el Lago de los Cisnes, sin detenerse a conversar con aquéllos fascinantes animales, compañeros inseparables de la Diosa, que tan buena suerte le habían traído siempre en sus singulares aventuras por esos variopintos caminos y por los que sentía una devoción muy especial.

Tampoco se detuvo, como era su costumbre, en la Clepsidra –donde solía proponer adivinanzas a las ocho esfinges que la guardan- ni en el Templo de Baco -donde todos los años, aproximadamente por esta época, solía prever cómo sería la vendimia en base a los rastros que el otoño iba dejando a su alrededor- e internándose en los inextricables y umbríos senderos de la floresta, pronto alcanzó el Fortín y el Jardín de Juegos, con sus elaborados laberintos –cuyo centro, siempre estaba orientado hacia la estrella Polar- hasta desembocar en esa encrucijada de caminos, en cuyo centro, aterrador y como un aviso de aquello que los romanos denominan ‘tempus fugit’, se eleva el obelisco dedicado a Saturno, ‘el Padre homicida que devora a sus propios Hijos’, frente al que mi señor siempre suele detenerse y exclamar, con furibunda determinación, aquello de: ‘quien se convierte en esclavo del Tiempo, siempre será un despojo de Saturno’.

Afirmaban las gentes de Ítaca, probablemente basándose en los versículos del Pseudo-Evangelio de Tradiciones Populares de San Álvaro Cunqueiro, que se podía seguir fácilmente la pista de Ashaverus, por el rastro de color sanguino que iba dejando en todo aquello cuanto sus pies pisaban y sus manos tocaban, maldición a la que había sido condenado, además de a vagar por el mundo en solitario, cuando empujó a Jesucristo, metiéndole prisa camino del Calvario y sus manos se mancharon con su inocente y divina sangre.

De manera que mi señor Ulises, dejándose llevar por tan infalible premisa, no tardó mucho tiempo en localizar el rastro que tan esquivo viajero –al que por cierto, no se veía por ninguna parte- iba dejando tras de sí, pues numerosos eran los árboles y las plantas, cuya tonalidad natural se había transfigurado en sanguina, denunciando el paso de tan singular personaje.

Dicho paso, llevó a mi señor en dirección al templo de Diana, donde una fuerza sobrenatural le obligó a detenerse, interrumpiendo momentáneamente la persecución, pues la modelo de aquella estatua, elaborada como un favor personal hacia mi señor por el magnífico escultor Fidias –aquél que se había granjeado la gratitud de la Diosa, al hacer una réplica espléndida de su hermana Cibeles-, había sido la propia Penélope: aquélla valiente mujer que templó en la rueca el hilo fatal de su propio destino, sacrificando los mejores años de su juventud, esperando al héroe amado, que nunca terminaba de llegar.

Los cuervos, emisarios de ese dios oscuro y omnipotente al que los celtas del Oeste denominan Lug, le advirtieron, apenas salió del templo, tomando la dirección de la tumba piramidal de Fray Arsenio –otro viajero misterioso- que Ashaverus había abandonado Ítaca con la celeridad de un fantasma. Y mi señor, sintiéndose burlado, mientras se refrescaba la cara en la Fontana Octogonal, juró que no descansaría hasta descubrir los itinerarios secretos de Ashaverus, el Judío Errante.

Fin de la Primera Parte de Las Crónicas de Ulises.

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