De máscaras y ángeles caídos

No lo puedo evitar, pero siento una extraña fascinación por esta figura, que en el fondo y en mi opinión, no deja de representar una de las múltiples máscaras que conviven con nosotros y que a veces nos cuesta tanto trabajo sujetar: el orgullo.

Resulta difícil, aun siguiendo los planteamientos de aquél gran escritor y mitólogo que fue Joseph Campbell, llegar a adivinar el gran número de máscaras que conviven con nuestra personalidad; el número de ellas que conocemos o creemos conocer, siquiera sea aparentemente y haciendo un costoso alarde de honestidad, y por supuesto, el número de máscaras que desconocemos en realidad, hasta el punto de cuestionarnos quiénes somos verdaderamente y cómo se nos valora, a la hora de la verdad, en el ambiente en el que nos desenvolvemos habitualmente.

Una de las máscaras más frecuentes –y tiro la primera piedra, porque no estoy libre de pecado- es la del orgullo. En realidad, yo diría que es la más frecuente y a la vez, la que con mayor asiduidad nos representa, pues de alguna manera es –corríjanme, si no están de acuerdo- la que con mayor facilidad se manifiesta, toda vez que abrimos de par en par el grifo de nuestra propia autoestima. Y aunque muchas veces no nos demos cuenta, la abrimos con más asiduidad de lo que nos imaginamos, siendo apenas conscientes de lo fácil que es caer en la tentación de considerarnos superiores al menor conato de éxito o felicitación, sin darnos cuenta, en nuestra falta de análisis crítico –y generalizo- de que al fin y al cabo, no deja de ser una ley elemental de la Física, aquélla que dice que todo lo que sube, antes o después, termina cayendo.

Por eso –y también porque lo tengo a cincuenta metros de mi trabajo- cuando tan inoportuna máscara hace acto de presencia, suelo evadirme a ese metafórico símil de Paraíso, que es el Parque del Retiro. Bajo por la calle Alfonso XII y antes de llegar a la Glorieta de Atocha, traspaso el umbral de la Puerta del Ángel, asciendo los aproximadamente cien metros que separan ésta de la glorieta y en el centro geométrico –situado a una altura de 663 metros por encima del nivel del mar- de donde se bifurca un camino por cada punto cardinal –en Galicia, hubieran puesto un cruceiro, el exterior de cuya base estaría llena de guijarros con los que los peregrinos pretenderían comprar los favores de unos manes, que supuestamente deberían de estar bastante saciados, pues lo crean o no, hasta tiempos relativamente modernos se enterraba en ellos a los nonatos- me detengo frente a la espléndida estatua del escultor Ricardo Bellver –siento decirlo, pero lo es, y además consiguió que su autor se hiciera acreedor a la Medalla de Primera Clase en la Exposición Nacional de Bellas Artes, celebrada en Madrid en el año 1878- de Lucifer, el Ángel Caído. Por añadidura, la única en el mundo, dedicada a la figura del Diablo. Y aquí, diciendo esto, puede que haya aparecido también, inesperadamente, como antes les comentaba, la ingobernable máscara del orgullo.

Permanezco allí unos minutos, contemplándola en silencio, viendo cómo surge la máscara feroz en ese rostro que una vez fue tan agraciado como lo pueda serlo el de ustedes o incluso el mío -sin importar el color del cristal con el que les mire yo o el que utilicen ustedes para devolverme la mirada- mientras otras máscaras -en cuya forma de hidra de siete cabezas, quiero ver virtudes, por absurdo que parezca- le impelen a volver a poner los pies en la tierra. Después me voy más tranquilo. Pero no sin antes decirle, mirándole a los ojos, de cara, como deben hacerse siempre las cosas, aquello de: ‘No me gustaría ser como tú, infeliz amigo. Y sin embargo, por paradójico que parezca, incluso tú estás condenado a la redención’.