El enigma de Baphomet (102)

in #spanish6 years ago

Quise explicarle lo que pensaba: perseguir a Rechivaldo haciéndome pasar por un enviado de la corte para aprender a pintar en Oriente, donde todavía quedarían templarios en sus castillos sin ser perseguidos a muerte, pero no pude.
Tenía que seguir manteniéndole la esperanza de que solamente me ausentaría durante unos días. ¿Cómo podría sincerarme, si probablemente me ocuparía semanas o quizás meses? No podía arriesgarme a que desconfiara de mí ni un ápice. Si le dijera que, para perseguir a Rechivaldo, seguiría los mismos pasos que hubiera dado yo en su lugar, se alarmaría. ¿Cómo iba a meterse en Francia Rechivaldo, si para los templarios era como meternos en la boca del lobo? Llegando a Logroño hay “trebde”, pata de ganso, que es lo mismo; tres caminos para elegir uno. Con la cantidad de oro que llevaba Rechivaldo, elegiría la ruta hacia el Mediterráneo, la más alejada de Nogaret, ministro de Felipe IV de Francia, ya que los pergaminos que llevaba, sin adjuntar los que yo guardaba, sólo acrecentarían su condena.
No podía revelarle todo lo que yo pensaba porque tendría que llevarme el tesoro del molinero para asegurarme una ida y vuelta más cortas: las monedas ganadas por Gelvira obligada a vender su cuerpo. No podía darle más explicaciones porque le sonarían a excusas —siempre son excusas los excesos de explicaciones—, pero, con los pensamientos y recuerdos que me bullían, tejía y destejía mi monólogo de viajes que a Gelvira tanto le agradaban:
—Todas la rutas de la seda y de las Indias y sus desvíos están sembradas de pinturas en las iglesias —seguí relatándole—, incluso en las iglesias subterráneas de Capadocia. Yo las he recorrido casi todas y he rezado en ellas. De aquellas tierras son los mejores pintores del mundo.

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Allí dicen que se crían los caballos más dóciles y veloces, pero eso debía de ser en la época de Alejandro Magno. Áureo, sin embargo, parece una persona cuando me sonríe moviendo la cabeza, en señal de agradecimiento por el último favor que le haya dispensado. Ayer mismo, me dio un susto tremendo viniendo por la vereda. Yo iba unos pasos más adelantado y de repente se puso de manos con un relincho tan estruendoso como nunca le había oído. Por un momento pensé que se había vuelto loco al intentar aplastarme; y me vi muerto sin remedio bajo sus patas. Me tenía atrapado, se abalanzó sobre mí; y, sin apenas rozarme más que un poquitín la pantorrilla, dejó clavadas las pezuñas al lado de mis pies con la cabeza de una víbora aplastada debajo, y la cola dando latigazos en todos los sentidos.

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Es el animal más noble y leal que he tenido; por eso, no me separo nunca de él. Me vigila siempre para avisarme de los peligros. Cuando viajo tengo un centinela perenne a mi lado, y durante mi sueño me alerta del más mínimo movimiento. Nació de una yegua veloz de Sanabria y de un peludo sin casta, lento y pesado del Bierzo. Por eso es fuerte y rápido. Sus antepasados fueron todos del río Valdecaballos al otro lado del Teleno. Yo mismo lo domé desde que tenía unos meses. Nunca ha enfermado. A veces, se niega a comer hierba fresca que por su verdor podría comerse en ensalada, pero él retrocede piafando y negando con la cabeza. Sólo le ha faltado explicarme con palabras el porqué de su rechazo, que nunca he podido deducirlo. No he visto nunca caballo que lo iguale, y eso que de asiático no tiene nada. Bueno... quién sabe... Quizá los caballos y yeguas de estas montañas procedan de Capadocia, la tierra de los mejores caballos, que los trajeran los romanos como trajeron lo que sabemos y creemos, hasta la veneración al dios Baco. Mira lo que dice este pergamino:
“Arias Didaz, para que nadie pecara en adelante adorando falsos dioses, entregó al monasterio la imagen del dios Baco venerado en las bodegas, derramando vino de la cuba hacia sus preferidas, las mujeres, y despreciando las adulaciones de los hombres elevándole sonidos de sus instrumentos”.
Gelvira asentía mientras yo trataba de que no pensara en que pronto teníamos que separarnos; y me contaba, recordando, lo que de niña había oído, en Astorga, al aya que la cuidaba y a su mismo padre: historias del dios del vino que llegó a venerarse en todas las bodegas con más fervor que en Grecia, de donde procedía, o que en Mikra Asia.
Cuando no conseguía distraerla, ella insistía en que quizás fuera inútil la búsqueda de Rechivaldo, pues yo daba por supuesto que sólo habría seguido una ruta, camino de París; y sin embargo, se le había abierto un mundo para esconderse y seguir por otras más recónditas y lejanas donde son frecuentes los asaltos y están llenas de múltiples peligros, que se multiplican viajando uno solo. ¿Me estaba adivinando el pensamiento, o simplemente concluyendo con lógica?
Por más que me esforzaba en convencerla de que no me ocurriría nada, que conocía las rutas y caminos, varias veces pateados —no quería ni mencionarle que había recorrido, en idas y vueltas, los caravansares camino de las Indias—, no cesaba de insistir en que “separarse de mí... por nada del mundo”. De nada valdría vivir oculto, porque mi nombre correría de bando en bando por todos los pueblos y de boca en boca de las vecinas.
“Tarde o temprano —le dije—, el Abad o algún otro fraile se enterará de que soy un templario perseguido y me acusarán también de las muertes del molino porque aquel día falté del monasterio”.

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Muy lindo texto! Tome su voto buen señor

Gracias. Mi intención es seguir informatizando entrega por entrega hasta el final de la novela

Excelente amigo

Muchas gracias, por tu valoración de la novela histórica.

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