Brevario infame de la conquista por las Casas IIsteemCreated with Sketch.

in #spanish8 years ago


 La Conquista. (1960).  Jorge González Camarena. 



Me había venido la idea de una estatua: el Malinche en metal y piedra tallado, con coronas de hortensias girasoles heliotropos. Primer lémur americano, extremeño y consubstancial a su puta madre. Me había venido la idea apocalíptica de sus carnes tibias escurriendo sangre hidalga sobre el sacrificadero porque Velázquez así lo había dispuesto, luego éste pendido del árbol del gran lago de Texcoco, con hambre y sed eterna. Pero la idea nunca es tan rápida como la lengua, cuánto más una vez que ésta se desprende con red espada daga sacrificial, y se desgañita ya sin sus arterias, trémula en su tortilla cebolla cilantro.

Me había venido la idea de su garra majestuosa aferrada a las riendas de un caballo blanco, brillante, santiágico; a su lado una gran tecleciguata con la cabeza variolosa de Cuitláhuac escurriendo la sangre de Xiuhtecutli que había muerto ya hacía varios días, en fiesta de fuego también, también revolcándose él ardientemente, sólo que nadie lo había sacado del calor.

Así me había venido la idea desde hacía mucho tiempo, cuando apenas los perseguía Isabela, la criolla memoriosa cuyo epígrafe dicta: “Así eres tú mi Isabela, tan puta como tus padres. Ahora hete ahí, tan perdida, tan olvidada”, y la cual aún presume a sus amantes que, ante el saludo, desprenden sus cabezas como bragas. (A LOS PRIMEROS PADRES –aún antes que Adán y Eva–. Atte. Las Casas II).

Pero claro que aquella no era la carne virginal de los totonacas, mexicas o tlaxcaltecas, cuyos hombres aún se cubren sus genitales y besan tiernamente la tierra cuando ven un caballo o una escopeta, y cuyas mujeres no se humedecen al tocarlas, mucho menos eyaculan, aquello y esto por pudor y amor al prójimo. Ni tampoco era aquella la idea fresca de la devoción al primer padre sino más bien el reproche de la lengua mutilada que buscaba su papel en la Historia.

Lo que me había venido me vino a la lectura. Bartolomé me llegó vestido de indio, cargando en la tela la imagen del virginísimo ilustre, dibujado en rojo amarillo blanco. Y me vino la idea, la idea hermosísima de la sangre menárquica para templar el oro plata bronce hierro loza de la estatua; me vino la idea rigurosa de los brazos piernas torsos nuevos para forjar la plata de la espada diestra y la garra siniestra. Le di unas monedas al indio y me persigné, recogí la manta. Cuando me vino, la idea, lloré por su grandeza, abrumado por la visión de las circunstancias; lloré aún más por mi boca hemorrágica y la mutilación de sus palabras que se ahogaban en los ritos de las vírgenes que gritaban: “Este es mi Hijo, el Amado; este es el Elegido”, mientras enarbolaban los hombres barbudos la bandera del solar de nuestra raza y el Apóstol de la Temple blandía su espada sobre los cuellos de los idólatras. Así me había venido aquella idea; me había venido tremebunda, victoriosa, empapada de la sangre de 140 000 mexicas y tantos más tzempoalas y tlaxcaltecas, ofrendas del poder de dios regados por Tacuba, Tlatelolco y Tenochtitlan, tan lúdicos con sus flechitas y macanas con obsidiana y sus gritos bélicos al son de: ¡Viva México, hijos de la Chingada!, comiendo el salitre y lagartijas.

¡Oh gran Adelantado, consubstancial a mi idea de una gran estatua! Ahora sé que aquella idea me había venido desde antes, me había venido cuando la puta, mucho antes que Ponce de León descubriera la fuente de la eterna juventud, existía turgente y rubicunda y no era aquella hambre de Isabela, tan pobre, tan vil, tan olvidada. Pero se volvió palabra cuando el ojo desgarbado de Narváez besó la arena del Atlántico; cuando valerosamente el estandarte de Cihuacatzin se desprendió de su brazo por la espada del generalísimo; cuando la viruela asesinó a Cuitláhuac; cuando la hosca cara de Cuauhtémoc dejó de oler la pudrición de sus plantas, éste pendular y anónimo frente a los rostros de sus águilas zopilotes cuervos bajo el guayabo manzano peral.

¡Oh gran Adelantado, tu historia no acaba! Me había venido en mis tinieblas, tu grandeza, generalísimo de mil naciones.


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