Cuando era pequeña, mis ojos veían el jardín de la casa de mis abuelos como un mundo lleno de fantasías inimaginables. Solía pasar horas, en compañía de mi abuelo y mi difunta perrita Mimosa, descubriendo las maravillas que ahí se escondían. Recuerdo a la perfección recorrer cada pequeño rincón de la casa en búsqueda de historias; quizá de ahí surgió la enorme creatividad que a día de hoy me acompaña y me abraza, pero lo más importantes es que en aquellos momentos significaba una enorme liberación pasearme por los escondrijos del patio.

Mimosa era una perrita de pelo color negro y liso, pequeña, con bigote de terrier y una personalidad de líder. Siempre acompañaba en cualquiera de mis travesías; era mi mejor amiga.

En mi memoria, la casa era gigante, aunque hoy día no lo parece tanto. En conjunto de Mimosa, buscábamos «tesoros» que seres mágicos esconderían para nosotras ese día; en su mayoría eran dinosaurios de plástico o de hule que se mimetizaban en la verdura del ambiente. Cargaba a Mimosa conmigo y recuerdo hablarle: «Mimosa ¡ahí! No… ¡ahí no! ¡Ahí!». Los tesoros aparecían bajo arbustos, en el carro, en los árboles, ¡en cualquier parte! Simplemente los perseguíamos para divertirnos durante un largo rato.

Esta travesía, con el tiempo, empezó a convertirse en una verdadera búsqueda del tesoro. Olvidaba dónde escondía las cosas, así que simplemente las daba por perdidas. Un día escondí una figura de acción de superhéroes en el portaequipaje de mi bicicleta, la cual paseaba por el patio de mi abuela. Nunca recordé haberla puesto ahí. Cuando la conseguí, muchos años después, sentí una enorme emoción, ¡ni siquiera recordarla haberla escondido ahí! Por lo tanto, el portaequipajes, que era una especie de canasta en forma de casco, se convirtió en mi «caja mágica». En cierto momento llegué a pensar que incluso lo era realmente. Aparecían cosas porque sí; la magia jugaba con mi memoria.

En el jardín de mi abuelo, con Mimosa a mi lado, transcurrieron los mejores tiempos de mi vida. Recuerdo que una tarde me decidí a hacer un «lago» para mis dinosaurios de plástico. Mi abuelo inmediatamente decidió apoyarme. Me dio una pala pequeña con la que empecé a cavar la tierra. Hice un hueco del tamaño de dos melones juntos en una tarde de arduo trabajo; me llené enteramente de barro, pero estaba teniendo una diversión superior a la de nunca antes. Fue una travesía inigualable; Mimosa, al verme cavar, me ayudó y también contribuyó. Coloqué tablas en el fondo para que el agua «no se escapara» e hice un puente de madera en el medio, para que los dinosaurios estuvieran cómodos. Este agujero permaneció en su lugar durante años; fue mi sitio de juegos hasta que me aburrió, y hoy yace una planta en su lugar.

Una cosa demasiado importante era que, sola, porque Mimosa odiaba cualquier competencia y hacía lo posible para aniquilarlos, espiaba a los gatos que se colaban como espías a robar los suministros de nuestros perros. Los atraje con tanta energía que logré adoptar dos de ellos, que actualmente son mis compañeros, y persisten en su tarea de ser dueños del jardín.

Estos son los recuerdos que me acompañan mientras paseo. Todos los días vengo para acá, sonrío, y me dejo llevar en mis pensamientos. Es mi rutina, mi día a día; algo sin lo que posiblemente viviría amargada y triste.

Hoy recorro el jardín de mis abuelos y tengo sentimientos encontrados. Observo las plantas pensando que quizás, en algún lugar, yace un antiguo dinosaurio de juguete escondido. También imagino que, quien sea que haya mantenido luego de 10 años mi bicicleta, habrá descubierto la caja mágica al igual que yo lo hice en algún momento. Y, sobretodo, en todos esos lugares donde escavé y jugué con Mimosa, hoy la vida crece; las flores centellean; me sacan sonrisas de nostalgia, de alegría y, sobre todo, de un enorme orgullo, porque tuve la mejor infancia de todas en ése jardín mágico.