"Pon la mantequilla y el ajo en una cazuela y revuelve. Cuando la mantequilla esté derretida, echas los camarones para que doren". Así era la abuela orientándonos en la cocina: "Pica las cebollas y los pimentones en juliana y deja que reposen", apuntaba tratando de que siguiera sus órdenes. "Deja que se impregne con todos los jugos y luego voltea", señalaba ella bajito como si hablara con las flores.

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La cocina era el lugar sagrado de la casa y el lugar de la abuela. Allí siempre estaba ella, entre olores y vapores. Todos queríamos saber su secreto y por eso insistíamos en ayudarla en sus labores, y la abuela se dejaba ayudar sin mucho reparo, tratando los alimentos como si fueran sus amores.

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Aunque siempre seguíamos al pie de la letra sus instrucciones, nuestras comidas jamás quedaban como las de ella. Un sabor diferente, una consistencia, un olor peculiar, hacía la diferencia. Cada vez que le preguntábamos cuál era el secreto de sus recetas, la abuela se echaba a reír y decía de manera contenta: "el secreto está en hacer las cosas con amor y alegría, y desterrar de la cocina la tristeza".

HASTA UNA PRÓXIMA HISTORIA, AMIGOS