La mañana era calurosa y el sol pegaba de frente. Las caras sudadas debajo de los tapabocas se tostaban bajo un sol inclemente. La cola se extendía por varios kilómetros y el mal humor amenazaba con salir a flote. Algunos estaban del día anterior, trasnochados; otras personas desde la madrugada, pero todos estábamos cansados de tanta espera: el banco daría dinero en efectivo.

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Aunque se exigía distancia entre cada persona, los clientes se pegaban unos a otros con temor de que alguien se "coleara". Ante el mínimo espacio vacío, la gente gritaba exigiendo que movieran la cola. También, si alguien se atrevía a preguntar, acercarse a la puerta, la gente gritaba y era señalado como si fuera un delincuente.

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En uno de esos minutos más cerca de las 12 del mediodía, una señora anciana llegó con un bastón y caminando lentamente. La gente toda dejó de respirar y escanearon con la vista a la anciana menuda y delgada. Cuando la señora se acercó al vigilante, el cual estaba en la entrada del banco, la gente furiosa gritó al onísono: que haga la cola, que haga la cola. El rostro arrugadito de la anciana subió y miró algunos rostros que estaban cerca. No dijo nada, pero se fue.

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En ese instante algunos sacaron su carnet de minusválidos, de enfermos crónicos, y señalaban que estaban haciendo la cola igualmente. Otros afirmaron, de manera categórica, que ese era un modus operandi de los ancianos para no hacer cola. Yo miré el rostro de la multitud y pensé que más que pelear para que hagan la cola, la gente debería luchar para que se acabaran.

_{(Esto sucedió un día de enero en un banco de Venezuela)}

HASTA UNA PRÓXIMA LECTURA, AMIGOS