memory of my childhood || Recuerdo de mi niñez [Eng /Esp]

Good morning, everyone.
Today I want to share with you these two photographs I took during a trip I made last Sunday to a small town near the city of Buenos Aires. In another post I’ll tell you more about that outing —because it truly was worth it—, but today I want to focus especially on the first image: the one with the windmill.

The moment I saw it through my camera lens, something inside me lit up. It was as if, for an instant, time had turned back and taken me straight to the days of my childhood. That photograph brought back so many memories of my early years —those endless summer vacations in the countryside, when I used to visit my grandmother’s house.

She lived surrounded by nature, by animals, and by that kind of silence only the countryside knows —a silence broken only by the song of birds or the whisper of the wind through the grass. She had cows, horses, chickens… and of course, a windmill —one of those that turn slowly under the sun, as if guarding the land.

I remember walking toward it with a bucket in my hands, crossing that endless green sea. My grandmother would watch me from afar, always with a peaceful smile, while I did my best to help her by giving water to the cows. I was only eight years old, but I felt part of something big —a simple and beautiful routine that only exists in the countryside.

Every time the wind made the blades of the windmill spin, it felt as if the world itself was breathing. That sound, that movement, stayed with me forever. Today, when I look at this photo, I feel that same calm, that same tenderness that wrapped around me during those days with my grandmother and her animals.

I imagine many of you in this community also carry memories like these —the kind that stay deep in your heart. That’s why I invite you to share them, to bring them back to the present through words or photographs. Because behind every image there’s a story, and every story connects us a little more with who we are.

Buen día a todos.
Hoy quiero compartir con ustedes estas dos fotografías que tomé durante un viaje que hice el domingo pasado a un pequeño pueblo cercano a la ciudad de Buenos Aires. En otro post les contaré más sobre ese paseo —porque realmente valió la pena—, pero hoy quiero detenerme en especial en la primera imagen: la del molino.

Apenas la vi a través del lente de mi cámara, algo en mí se encendió. Fue como si, por un instante, el tiempo retrocediera y me llevara directo a los días de mi infancia. Esa fotografía me trajo muchos recuerdos de mi niñez, de aquellos veranos interminables en el campo, cuando iba a pasar las vacaciones a la casa de mi abuela.

Ella vivía rodeada de naturaleza, de animales y de ese silencio tan propio del campo, que solo se rompe con el canto de los pájaros o el sonido del viento entre los pastos. Tenía vacas, caballos, gallinas… y, por supuesto, un molino, de esos que giran lento bajo el sol y parecen custodiar la tierra.

Recuerdo que solía caminar hasta él con un balde entre las manos, atravesando ese mar verde que parecía no tener fin. Mi abuela me miraba desde lejos, siempre con una sonrisa tranquila, mientras yo me empeñaba en ayudar, dándole de beber a las vacas. Tenía apenas ocho años, pero me sentía parte de algo grande, de una rutina simple y hermosa que solo se vive en el campo.

Cada vez que el viento hacía girar las aspas del molino, me parecía que el mundo respiraba. Ese sonido, ese movimiento, me quedó grabado para siempre. Hoy, al mirar esta foto, vuelvo a sentir esa misma calma, esa misma ternura que me envolvía en aquellos días junto a mi abuela y sus animales.

Imagino que muchos de los que forman parte de esta comunidad también guardan recuerdos así, de esos que se quedan en el alma. Por eso los invito a compartirlos, a traerlos al presente con palabras o fotografías. Porque detrás de cada imagen hay una historia, y cada historia nos conecta un poco más con lo que somos.