El fondo de mares silenciosos | Cuento (5 de 8)

in #cuento5 years ago (edited)

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Como en cualquier ciudad del mundo, los domingos las calles adquieren una cualidad nebulosa; aunque el sol se eleve radiante nos parece andar en sueños, los sentidos amortiguados envían lentas señales al cerebro, que las procesa aún más lentamente. Como un paciente anestesiado en una mesa de operaciones, la realidad borra sus límites, se hace esponjosa y suave, y la propia muerte parece más aceptable porque no hay dolor; no hay temor ni esperanza. Así contemplé desde mi apartamento el quieto mar del golfo, preparé café, revisé informes, almorcé cualquier cosa, vi televisión, y a las cuatro de la tarde me dirigí a buscar a Julia y Lucía para llevarlas al cine.

Media hora después abandonamos el coche y caminamos hacia la entrada del teatro, a media cuadra de distancia. Lucía iba entre su madre, a quien tomaba de la mano, y yo. Sus aparatos ortopédicos emitían leves chasquidos metálicos con cada paso, y cada chasquido se incrustaba en mi sistema nervioso, provocaba descargas de dolor, tal como las sufren quienes retornan al mundo poco a poco después de la anestesia.

Lucía tomó mi mano. Bajé la mirada, pero ella veía hacia el frente. Su mano se perdía entre la mía, un peso insignificante, un leve tirón hacia abajo que, sin embargo, me clavaba al suelo. El chasquido de los hierros estaba ahora, también, en mi carne. Junto a la venta de boletos nos encontramos con Aníbal Sosa, un compañero del Instituto. Estaba acompañado de un niño que reproducía su gesto desconfiado y condescendiente.

–¿Cómo estás, Marcano? ¿Paseando con la familia?

Quise decir que no, que se trataba sólo de amigas. Vertiginosamente pasaron por mi cabeza todas las explicaciones posibles y, al mismo tiempo, me di cuenta de que no podría articularlas. Me limite a sonreír y palmearle un hombro en señal de camaradería masculina. Le presente a Julia sin añadir detalles. Mientras nos adentrábamos en la oscuridad de la sala mis palmas comenzaron a sudar; debí soltar a la niña para secarlas de la tela del pantalón. Agradecí las luces apagadas, la búsqueda de los asientos vacíos, las primeras imágenes de dibujos animados en la pantalla.

Más tarde, contemplaba sobre mi escritorio, al lado de la computadora, un sobre con una carta en la que se me invitaba a formar parte de un equipo de investigación en Centroamérica. Amplia libertad para desarrollar mis propuestas, fondos generosos, intercambio intelectual con los mejores de mi especialidad. Una oportunidad que había decidido dejar pasar, sacrificar en aras de un destino que consideraba superior, más noble y, en definitiva, más feliz: la vida futura con Julia. Ahora la carta, las amables palabras impresas sobre el papel blanco, quemaba mis manos. Encendí la computadora, tecleé un mensaje donde agradecí la invitación, muy honrado, etc., etc., y aseguré que estaría en una semana en San José de Costa Rica. Luego envié mi renuncia al Instituto Oceanográfico. Tomé dos somníferos y me acosté a dormir. Al día siguiente me marché a Caracas. Desde allí organicé la mudanza de mis cosas, recibí ruegos y amenazas de mis antiguos patrones con serena indiferencia, sin impaciencia, ni hastío, ni temor; sin verdadera expectativa preparé mi viaje a Costa Rica. Las horas que se transformaron en días, y los días en semanas, fueron pasando en una apariencia de normalidad. Sólo de vez en cuando me asaltaba la sensación de haber dejado olvidado algo, un extraño vacío que se parecía a la angustia sin serlo, pero el espacio de los gestos cotidianos arrinconaba aquel temor sin nombre al fondo de mí mismo donde desaparecía en silencio.

Regresé quince años después, abriéndome paso hacia una vejez decorosa, con buena salud y un sólido prestigio académico que me abría puertas que antes habían permanecido cerradas. No me había casado, no tenía hijos, las amantes ocasionales se hacían cada vez más ocasionales, más efímeras, más tediosas. Acumulaba los días de mi existencia como otros acumulan dinero, sumando céntimo a céntimo; veía desaparecer a los amigos, los amores, y todo aquello que un día me importara en un horizonte cada vez más lejano, una memoria erosionada, ni siquiera dolorosa, en la que aparecían restos mutilados de mi propia vida irreconocible.


Fui de los primeros en notar, y alertar, la peligrosa disminución en la fertilidad de los peces del Caribe. Al principio, los que deberían escuchar no escucharon. Eso era algo a lo que estaba acostumbrado. Solo cuando el asunto adquirió carácter de tragedia internacional se permitieron prestar atención. En nuestro país, se conformó un equipo de investigadores conmigo a la cabeza, se dotó un viejo laboratorio en la bahía de Santa Fe, en las afueras de Cumaná, la ciudad que había abandonado veintidós años atrás y a la que había sepultado tan eficientemente en mi memoria que su cercanía no despertó en mí añoranza alguna. La ciudad nos recibió como héroes, la avanzada de la ciencia al rescate de los sitiados pobladores. Dos años antes un terremoto había asolado la península de Araya y Cumaná: las señales de la muerte y la destrucción eran aún visibles como heridas abiertas y pestilentes; la furia de los estremecimientos de tierra contrastaba con la silenciosa y casi invisible muerte del mar, pero, al fin y al cabo, ambas dejaban una región agotada y sin esperanzas. Con ingenuidad, los desalentados habitantes esperaban de nosotros, de nuestros equipos electrónicos, nuestros reactivos químicos, de nuestro saber biológico, la salvación.

Tres años pueden resumirse con facilidad: veinte profesionales de siete disciplinas diferentes, miles de horas de trabajo, varios millones de dólares invertidos, ningún resultado. Aprendimos en ese tiempo muchas cosas; nada significativo para solucionar un problema que, entre tanto, crecía y crecía como una paradójica bola: mientras más grande, menos masa tenía. Menos biomasa: las pantallas de los monitores nos mostraban plácidas arenas del fondo, rocas, corales muertos, restos de naufragios, basura; la triste belleza de un mundo acabado.

Nuestros sofisticados instrumentos no podían explicar aquello, las imágenes nos obsesionaban y pasábamos horas frente a las pantallas, aun cuando no fuese necesario. Elaborábamos, poníamos a prueba y desechábamos teorías, planes, operaciones de rescate. Finalmente perdimos popularidad entre los que deciden y, con la pérdida de interés político, vino la reducción de los recursos. No hay que achacar toda la culpa a otros, no podíamos librarnos de la conciencia del fracaso y muchos se marcharon buscando otros cielos y otros mares. Fue en ese tiempo final –la ruina y la intemperie también llamaban a nuestra puerta– cuando llego Lucía. Creí que no me había reconocido, pero yo a ella sí, a pesar de los veinticinco años transcurridos.

Exteriormente nuestra relación se limitó a la de un jefe y una subalterna. Ella, como todos, cumplía sus tareas más allá de lo que se esperaba, y como todos desembocó en un camino cerrado, en la esterilidad de las aguas en las pantallas, en la inviabilidad de los modelos, los afanosos experimentos y mediciones.

Y más allá del primer estremecimiento, ¿qué significaba su presencia para mí? Me hice esa pregunta, la examiné a la hora de acostarme y al momento de despertar en las mañanas. Encontraba una respuesta invariable: no sé qué significa, no sé qué mensaje hay; algo estaba pasando, sin embargo, porque las cosas se movían en mí, como se mueven los bloques de hielo en un mar helado cuando la temperatura sube, o como imperceptiblemente se mueven las dunas en el desierto. Hacia dónde se movían, no alcanzaba a saberlo. Deseché un impulso paternal: ella no era mi hija. Deseché un impulso erótico: ella pudo haber sido mi hija. Un cerebro seco en una seca estación, ese soy yo. Y es lo único de lo que estoy seguro.

 


Gracias por la visita. Vuelvan cuando quieran.

 


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