Poseída. Microficción

Imagen libre en Pxfuel

Una mano se aferró al crucifijo; la otra giró la llave, abriendo el cerrojo. Martha se quedó inmóvil por un rato. Detrás esperaba un maniquí pálido, una figurilla de extremidades caquécticas atada al retrete con tiras de su propia ropa. Ambos cuerpos temblaban. ¿De dónde sacaba fuerzas para seguir gritando. para tratar de zafarse? ¿Cómo seguía viva después de haberse hecho tanto daño? Los demonios tienen un vigor escalofriante. (Y éste era quejoso y vehemente.)

Abrió la puerta. El cuerpo desnudo se arqueaba dejando ver las costillas rotas; parecía que en cualquier momento un espasmo las expondría a través de la piel amarillenta.

Las convulsiones siguieron por varios minutos, mientras Martha observaba con una expresión neutra, perdida en recuerdos felices de la maternidad temprana, su mano derecha aún sujetando la llave en el pomo. El llanto era desgarrador; los gritos venían de todos los rincones de la sala de baño, pero ahora mismo no podía escucharlos; el estruendo la había ensordecido desde la noche anterior. Había sido demasiado, demasiados días, demasiado miedo. De pronto, no supo cómo, una multitud de personas la estremeció. La apartaron de la puerta y entraron; se echaron sobre el desastre, sacaron los nudos, cargaron con el estropajo anémico y delirante; tenía los ojos desorbitados, los dedos azules y le faltaba cabello, pero aún podía adivinarse que era ella.

Martha sigue ausente; alguien la toma de los brazos y la sacude; el crucifijo cae al suelo; un policía lo recoge y se cruzan las miradas. De repente puede escuchar. Su vecina la toma gentilmente del rostro: “Martha, mírame; tu hija no está poseída. Ven, querida, te acompaño”.

Gracias por leer.