Una muerte | Cuento (5 de 6)

in #castellano5 years ago

 


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Testimonio de Jesús Aguirre:

Me encontraba en el comedor de la casa y oí como un latigazo, un ruido muy raro que no puedo precisar más que como un latigazo, y en ese mismo instante se presenta el teniente Centeno en la puerta que pone en comunicación la sala con el comedor llamando por su nombre a Verónica. Yo con el teniente Centeno tenía una desavenencia muy seria y no quise saludarlo; me quedé en la hamaca.

La noche anterior me dirigía a mi casa cuando me lo crucé en la acera. Me detuve a saludarlo y él también lo hizo. De inmediato me di cuenta de que estaba descompuesto y sus palabras me lo mostraron con toda claridad. Me dijo que no quería que yo durmiera en mi propia casa esa noche y que me mantuviera apartado de Verónica. Le pregunté qué quería decir con esas palabras tan inconvenientes y descorteses. Usted sabe lo que quiero decir y sabe también lo que le puede pasar, dijo en voz muy alta y se llevó la mano al costado donde tenía el arma de reglamento. Di un paso hacia atrás. No soy un hombre cobarde, pero él estaba armado y yo no. Mi revólver lo había dejado en la casa. Como no tenía más remedio le di mi consentimiento, volví sobre mis pasos y me encaminé al bar Sport, donde me tomé dos o tres cervezas. O tal vez algunas más. Pensé ir a donde mi concuñada y luego lo pensé mejor y vine aquí mismo. El teniente Centeno no es quién para mandar en mi propia familia. Llegué como a las once, me acosté y dormí toda la noche. En la mañana, después de desayunar, me eché en la hamaca junto al comedor a leer el periódico. Las tropas rusas se acercan a Berlín. Desde allí oí que un niñito de nombre Juan José, hijo de la cocinera, le dijo que la señorita Verónica se encontraba en su aposento acostada, y el teniente Centeno le dijo que la llamara. Yo no había visto a Verónica en toda la mañana. Ella no vino a desayunar; escuché decir, creo que a su tía Justa, que no se encontraba bien, estaba indispuesta o algo. El niño se dirigió al aposento, entrando por la puerta del segundo cuarto, que es el más cercano al comedor, y penetró a la habitación de Verónica por la puerta que pone en comunicación ambos cuartos, entonces salió y manifestó que la señorita Verónica estaba llena de sangre. Esto fue lo que dijo: está bañada en sangre. Inmediatamente salí en busca de los familiares. Me encontraba como loco. No, no me detuve a ver qué le había pasado a la muchacha. Salí a la calle corriendo, con el saco en las manos y sin acertar a ponérmelo. Alguna gente me paró en la calle para preguntarme qué pasaba y no sé qué les dije. Llegué a la casa de la señora Águeda de Blume, tía política de Verónica, en la calle Comercio, y allí la policía me detuvo. Escuché que el teniente Centeno dijo que me iba a matar y también a Tadeo. No sé por qué me han detenido, porque yo no he hecho nada.

Testimonio de Tadeo Blume:

Me encontraba en el bufete del doctor Luis José Blanco. Se presentó Alberto Blanco, hijo del doctor y amigo personal mío, buscándome para decirme que mi prima Verónica se acababa de dar un tiro. No soy su cliente. Mi visita al doctor Blanco era social. Es un viejo amigo de mi padre y, como ya dije, su hijo es un amigo mío de la infancia. Paso con frecuencia por el bufete para saludar y conversar un rato. El bufete queda cerca de la casa de mi prima, en una casa grande cerca de la orilla del río; del otro lado está el mercado nuevo. Corrí con Alberto hasta la casa, encontré a Verónica moribunda. Era algo muy doloroso de ver. Había sangre en la almohada y en el colchón y las sábanas. Se amontonaba mucha gente en ese cuarto y seguían llegando personas a la casa, aunque nadie parecía hacer nada por mi prima. Vi al teniente Centeno, pero este no pareció reparar en mí, estaba sentado en la orilla de la cama, al lado de Verónica, y le tomaba una mano mientras le acariciaba el pelo. De allí salí a buscar a un médico. Tomé en la estación el carro de José Sánchez y me dirigí al hospital. Me traje al doctor Vallejo para que viera a Verónica, pero al llegar ya estaban otros médicos presentes. Me disponía a salir para buscar un paquete de algodón para uno de los médicos y el teniente Centeno me dijo que le hiciera el favor de abandonar el cuarto. Cuando me retiraba oí que dijo que si no me hubiera salido me mataba.

No sé con seguridad qué le contaría mi prima a su novio, aunque algo puedo imaginar. Ya no recuerdo las cosas tan bien. Tenía tal vez diez u once años. La hacienda de mi tío, el padre de Verónica, era un lugar encantador para estar una temporada. Nos reuníamos un grupo bastante grande de niños y niñas que llegábamos de Cumaná y algunas haciendas vecinas. Verónica pasó gran parte de su infancia allá. Era una niña bonita, un poco torpe en los juegos. No podía subir a los árboles sin ayuda. Siempre estaba intentándolo. Íbamos al río a bañarnos. Pasábamos horas allá, sin ningún adulto. No era un sitio peligroso. El agua corría tranquila y cristalina sobre un lecho de pequeñas piedras redondeadas. A los mayores apenas nos llegaba al pecho. Los adultos nos dejaban ir y venir a nuestro antojo. ¿No se parece eso a la felicidad?

No sé a quién se le ocurrió la idea. Es posible que a nadie en particular, sino que fuera como esas cosas que están en el aire, como un espíritu, una emanación. De pronto algunos de los niños y niñas más grandes estaban revolcándose en la arena o en la orilla, donde el agua llegaba a los tobillos. Al principio parecía un juego que los demás quisimos imitar. Pronto se transformó en otra cosa y también lo imitamos. Nos quitamos las ropas, que dejamos tiradas sobre las piedras calentadas por el sol. Verónica estaba a mi lado, observando lo que crecía y se movía entre mis piernas. Ambos estábamos mojados y tiritábamos un poco. Me acerqué a ella y le di un beso en la mejilla. Nos abrazamos. Nos tendimos en la arena. Así pasó. Sin verdadera premeditación ni alevosía, como dicen los abogados. Al final yo no estaba seguro de lo que habíamos hecho. Pienso que ella tampoco. No hablamos de eso. Por supuesto que volvimos varias veces más al río, pero ella ya no quiso participar. Se quedaba mirando. No tengo idea de qué era lo que miraba; es decir, qué significaba para ella lo que veía. Y después todo acabó como empezó. Los niños crecimos, supongo, y las cosas ya no parecían un juego, ya no podíamos fingir que era un juego; nos volvimos reservados y desconfiados, sobre todo las niñas. Entonces el juego era hacer como si nada hubiera pasado.

Me fui a la habitación contigua y en eso llegó mi hermano natural Adrián Montesinos. En compañía de él fui a mi casa de la calle Comercio, que está apenas a trescientos metros de la casa de Verónica. Me encontré en la sala al señor Jesús Aguirre, que me dijo que él iba para Cumanacoa a buscar dinero en la hacienda, que lo esperara aquí en la casa de mi madre, y también me dijo que me hiciera cargo de hacer las gestiones y atendiera lo que se necesitara en su casa. Jesús Aguirre me pareció sereno, claro que estaba tenso, tal vez asustado, pero dentro de todo sereno. En ese mismo momento se presentó el Jefe Civil, Salvador Ortiz, en compañía de un agente de la policía. Dijo que iba por Jesús Aguirre y por mí, y nos mandó en un carro al cuartel de la policía. A mí me dijeron que era para protegerme, porque el teniente Centeno había dicho frente a muchos testigos que me iba a matar. Desconozco por qué han detenido a Jesús Aguirre.


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