Un soldado había logrado llegar hasta la catedral del centro de la ciudad, y dentro de ella, dio pasos lentos, toscos y también dolorosos en dirección del altar. El techo había sido volado por una explosión recientemente, así que el cielo del edificio era el cielo rojizo del crepúsculo. Era un rojo carmesí besado por el color naranja de las nubes.

El soldado seguía su doloroso caminar como un peregrino que avanza con los pies descalzos sobre un camino de agujas y clavos. Sentía los olores de la madera quemada y también de la sangre. Sintió entonces una punzada en el estómago, pero evitó vomitar. Finalmente llegó hasta el altar de Dios. Se arrodilló con un gran esfuerzo físico. Sin embargo, sería el dolor más grande el que embargaría a su espíritu cuando miró a la imagen mutilada de Dios.

De súbito recordó a su infancia en aquella misma ciudad y las veces que miró a su Señor en la catedral. También recordó que estaba gravemente herido. A continuación, miró al cielo, se preguntó a sí mismo que en cuántos minutos llegaría la noche. Acto seguido intentó hablar nuevamente con Dios pero fue interrumpido por el sacerdote del cual jamás advirtió su presencia.

— ¿Sabes qué ha pasado aquí? —Preguntó al maltrecho soldado.

—Sí. Todo comenzó a arder de un momento a otro. Hubo pleito entre las lenguas de los políticos. Luego llegaron los besos de las espadas, dando preámbulo al fuego de los cañones, a los gritos de dolor y de desesperación. Todo eso generó el caos. Es la naturaleza humana.

—No existe tal cosa como «la naturaleza humana»—Replicó el sacerdote— Todos los que hablan de naturalismos han terminado equivocados. Ni todos son malos, ni todos son buenos, ni son partes de ambos, ni luz ni oscuridad, solo falta de razón. Eso mismo nos condujo a matar hoy a Dios.
El soldado escuchó asombrado al sacerdote. La boca le sabía a sangre y se sentía cada vez más débil. La noche estaba por caer, el cielo rojizo iba a perecer en cualquier momento. — ¿Ya usted no tiene fe?—Preguntó el soldado.

—Tengo miedo. La noche caerá para los dos en cualquier momento. La fe está por debajo de la razón, eso siempre lo he sabido pero hoy mantengo mi fe. Temo que hoy será una noche sin luna—Respondió solemnemente el sacerdote y se dispuso a rezar en silencio.

El soldado sabía que su interlocutor ya no le diría nada. Ahora el dolor lo embargaba, sentía sus heridas arder, la sangre emanar, el olor de la madera quemada y de nuevo ganas de vomitar. Miró hacia la estatua mutilada. Pensó en cómo los hombres siempre han hecho grandes hazañas y las más terribles atrocidades en nombre de los dioses. A continuación, el soldado con voz pastosa le dijo a la estatua: los hombres siempre hemos sabido que somos menos que los dioses, por eso nuestro deseo es probar del cáliz el cual roza sus labios para así poder estar a la altura de sus majestuosidades. Sólo somos sombras patéticas en el juego de Apolo. Pero todos estamos conscientes de nuestra condición. Por eso perecemos por estas mismas hazañas, Dios… Si pudiéramos asesinar a nuestras sombras para que más nunca los avergoncemos, lo haríamos esperando que ustedes nos regalen la luz del olvido.

El soldado terminó de hablar ante la estatua, y durante todo ese tiempo jamás advirtió el sonido de unos pasos a su espalda que se comprendían en varias presencias humanas detrás de él. Por lo menos no hasta que estuvieron muy cerca. Hablaban en otro idioma que él no dominaba pero que sí conocía; un lenguaje humano y vecino; también la lengua de sus enemigos. No se volteó y sólo sintió el golpe de una espada contra su cuello. La sangre se disparó y cubrió a esos hombres, mientras que otras gotitas que cayeron como diminutas flores de primavera habían impregnado a la mutilada estatua.

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