Maldito William

Mi sofá oculto tras una montaña de ropa desleal, murmullos desleales a horas intempestivas, desleales sensaciones que atraviesan mi alma como un puñal, paralizado ante la puerta del horror, entrar a la habitación o salir huyendo, descubrir la deslealtad o vivir en un sueño leal...

Días atrás, Carol no entendía porque tenía que asistir al congreso, como si tuviera otra alternativa… Últimamente la notaba más irascible que de costumbre, sus respuestas tocaban de sobremanera mis enormes testículos hartos de tanta incomprensión, pero… yo amaba su estampa, su olor, sus andares, el negro azabache que ondulaba en sus cabalgadas sobre mí, me tenía hipnotizado, distraído, menguado hasta casi hacer desaparecer ese maldito duende que me había trabajado durante años para ser grande, fuerte, dominador. Todo eso no estaba… me hacía sentir como su putita perra faldera, olisqueando todas las migajas que ella me daba y suplicando arrastrado por una pizca de amor.

Adelanté el regreso.

Mi vuelta, sin previo aviso, haría que se diluyera como un azucarillo, que venerara mi acto como un victorioso gladiador ante el Coliseo. Esta vez sí, adivinaría aquello que tanto me exigía, la sorpresa, la diversión, terminaría de una estacada con su palabra mantra “aburrido” y todo volvería a ser como antes, como cuando nos conocimos, como cuando enloquecía con mis empotramientos, como cuando caminaba a mi lado henchida de orgullo.

Ante la puerta del horror, mi castillo de naipes se desmoronaba, mi corazón bombeaba ríos de lava abrasando mis venas de desazón, de vacío, del absurdo, la imaginación era consumida por un sangrante baño de realidad.

En segundos presenciaría la más dolorosa de las escenas, Shakespeare me esperaba… maldito William y sus putos finales.

“Hold the Door” “Open the fucking puerta”... resonaba en mi cerebro a ritmo de Raymond Herrera. Siempre fui valiente, valiente cobarde estaba hecho que no supe enfrentarme al diablo, siempre me gustó lo difícil, lo complejo, lo inconexo, ahora recogería ese fruto, todo para mí, todos sus pecados esparcidos sobre mi ceguera recuperando en un instante la imagen de nuestra mentira.

Así fue… el silencio de sus miradas se clavaron en mí para después hundirse en sus vergüenzas.

Entré en calma, en quietud, en descanso, en claridad, lo entendí… El agotamiento es mejor que el opio para discernir lo posible de lo imposible, el agotamiento no entiende de pérdidas, no entiende de relaciones de poder, no entiende ni de hambre ni de futuros inciertos, ni de costumbres. El agotamiento se nutre de la guerra y acaba por derrotarla.

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