Hacia el faro (Virginia Woolf)
**La muerte de la señora Ramsey **
Para empezar, hay que decir que me molesta un poco que se haya impuesto la traducción de Al faro en el título de la novela, ya que se pierde el efecto de movimiento que posee el título de la novela en inglés y en general que se percibe en toda la obra. Poco se puede decir en realidad de una novela tan bien estructurada y tan interesante, que debe presentarse por sí misma y que desde las primeras páginas nos presenta la tragedia de las mujeres sometidas a las convenciones que supuestamente tienen debido a su género y que nunca es percibido por el común de la sociedad. Y sin duda la muerte de la señora Ramsey, quien en realidad es por su presencia y por su ausencia el personaje principal de la obra, es el centro de la novela (tal vez les venda un poco de trama, pero es como decir que el Quijote se trata de un hombre que se vuelve "loco").
Decía un escritor del cual no recuerdo hoy el nombre (probablemente Baudelaire o Wilde) que las mejores partes de un libro son las que no se escriben, y sin duda Woolf sigue esta máxima en esta novela. Narra los acontecimientos cotidianos de este pequeño grupo de personas encerradas en sus ideas e ilusiones, mientras la novela real se desarrolla apenas esbozada en pocos acontecimientos e insinuaciones (a tal punto es así que el evento más importante de la historia está narrado en una sola línea). La genialidad en la modificación de las formas tradicionales de la novela hacen de este texto una lectura muy refrescante e interesante si no se desea abordar las grandes complicaciones de las novelas consagradas de mayor extensión por falta de tiempo. En menos de doscientas páginas, dependiendo de la edición, desarrolla la novelista una historia que vale la pena recordar, con un estilo sintético y claro, aunque no por ello despojado de belleza y de lenguaje, tal y como queda claro en el fragmento que les propongo el día de hoy.
Hacia el faro es un título que merece una revisión de su traducción, aunque si saben inglés sería mucho mejor leerlo en su idioma original, para no perder la sonoridad que tiene esta obra y que no pueden reflejar las traducciones al español. Sin embargo, por mala que sea la traducción queda claro la insinuación y la polisemia en cada página, teniendo el lector que reconstruir la trama poco a poco y encontrando tesoros en las frases y acertijos en la trama que merecen más de una lectura para ser interpretados. Este gran estilo nos demuestra el ingenio y el enorme talento de la escritora inglesa, quien ha sido ejemplo de muchos escritores y deleite de sus lectores, que cada día son más. Esperemos que usted, amable lector, sea uno más entre ellos.
Hacia el faro [fragmento]
[...]
De forma que irrumpían esos aires perdidos en la casa vacía; las puertas estaban cerradas; y los colchones, recogidos; los aires eran la vanguardia de ejércitos poderosos; rozaban los desnudos aparadores, mordisqueaban, abanicaban, no hallaban en los dormitorios ni en el salón nada que los detuviera, sólo papeles desprendidos que se movían, madera que rechinaba, las desnudas patas de las mesas, platillos y porcelana sucia, deslucida, desportillada. Lo único que conservaba forma humana era lo que habían abandonado, lo que habían dejado: un par de zapatos, un sombrero de caza, ajados abrigos y faldas en los armarios; y su vaciado indicaba que en otros tiempos estuvieron habitados y llenos de vida: que hubo manos que se afanaron en los corchetes y botones; que el espejo había reflejado una cara; que había contenido un mundo que ahí se abría, en el que giraba una figura, se movía con rapidez una mano, se abría la puerta, entraban aprisa los niños tropezando, volvían a salir. Ahora, un día tras otro, la luz devolvía, como flor que se reflejara en el agua, su clara imagen en la pared de enfrente. Sólo las sombras de los árboles, que florecían en el viento, presentaban sus respetos sobre la pared, y durante un fugaz momento ensombrecían el charquito en el que se reflejaba la propia luz; o los pájaros, al volar, hacían que cruzara lentamente el suelo del dormitorio una delicada manchita.
Reinaban el amor y la quietud, y juntos componían la propia imagen del amor, una imagen despojada de vida; solitaria como un charco al atardecer, lejano, visto desde la ven-tana de un tren, y que tan aprisa se desvanecía que, blanco de crepúsculo, aunque se le llegase a ver, apenas era despojado de su soledad. El amor y la quietud se daban la mano en el dormitorio; y, entre jarras cubiertas y sillones enfundados, ni siquiera turbaban aquella paz la impertinencia del viento o la húmeda nariz de los aires marinos, que rozaban, olis-queaban, repetían, reiteraban las preguntas -«¿Desaparecéis?, ¿morís?»-; tampoco turbaban la indiferencia, el aire de pura integridad, como si las preguntas que hacían apenas exigieran respuesta de ellos: nos quedamos.
Nada, al parecer, podía romper aquella imagen, corromper aquella inocencia, o turbar el inestable manto de silencio que, una semana tras otra, en la habitación vacía, se entretejía con los tenues trinos de los pájaros, con las sirenas de los barcos, con el murmullo y zumbido de los campos que envolvían la silenciosa casa: el ladrido de un perro, el grito de un hombre. Sólo una vez una tabla cayó en el rellano, en medio de la noche, con estruendo, con desgarro; como, tras siglos de quietud, se desgaja una piedra del monte, y se arroja rodando ruidosamente al valle; un pliegue del chal se había desprendido y se movía de un lado a otro. Luego regresó la paz, se estremecieron las sombras; y la luz de nuevo se inclinaba para adorarse a sí misma en la pared de la habitación, cuando he aquí que Mrs. McNab, tras rasgar el velo del silencio con manos que habían frecuentado la tabla de fregar, lo hizo trizas con zapatos que rechinaban sobre la gravilla; venía, como le habían ordenado, a abrir las ventanas, y a limpiar el polvo de las habitaciones.
Cantaba mientras se bamboleaba (porque se movía como un barco en la mar) y miraba con enfado de reojo (no miraba de frente, sino de reojo, con una mirada que censuraba el desdén y la ira del mundo: era una ignorante, lo sabía), mientras se agarraba a la balaustrada, y subía con fatiga las escaleras, y mientras pasaba de una habitación a otra; cantaba. Frotaba el vidrio del espejo grande; y seguía mirando de reojo, enfadada, su figura que se movía de un lado a otro; de sus labios salía un sonido: algo que había sido alegre veinte años antes, acaso sobre los escenarios, que se había tarareado, y se había bailado, pero ahora, que procedía de la desdentada mujer de la limpieza con su gorrito, había sido despojado de todo significado: era como la voz de un humor ignorante, persistente, pisoteado, pero erguido de nuevo; de forma que mientras se movía de un lado a otro, al limpiar el polvo, al fregar, parecía decir que la vida consistía en una única y prolongada tristeza, que todo se reducía a levantarse y acostarse, a sacar cosas y guardarlas. No era un mundo cómodo ni fácil, bien que lo conocía desde hacía setenta años. Estaba vencida de cansancio. ¿Cuánto tiempo...?, se preguntaba, dolorida, gruñendo, de rodillas, bajo la cama, limpiando el polvo de los muebles, ¿cuánto tiempo durará esto? Pero al momento se ponía de nuevo en pie con torpes movimientos, cogía fuerza, y de nuevo con la mirada de reojo, que se desviaba de sus propios ojos e incluso de su cara, y de sus penas, se erguía y se miraba en el espejo, sonriendo sin motivo, y comenzaba de nuevo el cansado ir y venir, el trastrabillar: cogiendo esteras, sacando la porcelana, mirando de reojo el espejo, como si, después de todo, tuviera sus consuelos, como si se hubiera enredado en su elegía alguna incorregible esperanza. Seguro que hubo momentos de felicidad ante la tabla de lavar, con sus hijos (aunque dos habían sido naturales, y uno la había abandonado), en el bar, bebiendo, rebuscando en los cajones. Debe de haber habido alguna fisura en la oscuridad, algún venero en la profundidad de la oscuridad con luz suficiente para desfigurar su cara sonriente en el espejo, y hacer, de vuelta al trabajo, que musitara una vieja canción de music hall. Mientras tanto el místico y el visionario paseaban por la playa, removían un charco, miraban una piedra, se preguntaban: «<Qué soy?» «<Qué es esto?» De repente reci-bían una respuesta (aunque no sabían cuál era): de manera que había calor en su hielo, y comodidad en su desierto. Pero Mrs. McNab continuaba bebiendo y cotilleando como siempre.
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