El abismo del ciego

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Ah, pero que encantadora mujer la que había encontrado, de cabellos dorados y voluminosa figura, labios rojos, carnosos y piel sedosa. Su voz, la de una sirena, vaciaba su mente de preocupaciones y lo embriagaba de lujuria y ansias.

Su cálida mano lo guiaba a través de un mar de nubes, sueños y placeres. Todo con ella se sentía maravilloso. Ella era suficiente para vivir, no necesitaba ni tierra, ni cielo, ni mar.

Todo lo que él quería era ella, conquistarla, reclamarla para sí y vivir en ella para siempre. Solo en su aliento sentía que respiraba. Solo a través de ella sentía y veía y escuchaba.

Nada más necesitaba, se decía, ella era la indicada, su mesías. Quien lo llevaba a rastras al paraíso que siempre le había pertenecido. Qué importaba su familia, su trabajo o quién dejara atrás. No importaba nada, solo amarla.

Y amarla debía, se decía. No concebía un minuto más de su vida sin ella. Ay, el pobre ciego. No veía más en su camino que luces de neón. Absurdo, torpe, huía de su supuesta prisión, guiado por la víbora a su nido. Engañado, se decía, poseído, repetía. Pagó de precio su futuro y su libertad.

Pero quien movía sus pies, era siempre él mismo. Quien se arrastraba violentamente a su trampa, sólo él. La culpa era suya siempre, como el abismo en el que se decidió a caer.

Así el ciego, se lamentó eternamente en su abismo, culpando a la víbora por meterlo en su trampa, siendo él quien jamás quiso ver.