Un día en el autobús…
Un día en el autobús…
Mientras tenía los ojos cerrados, un hombre obeso se sentó a su lado. Ella quedó en un rincón del asiento. Quiso reclamarle, pero sintió que no tendría fuerzas para entablar una discusión a esa hora de la noche. A veces es necesario pensar fríamente qué es importante y qué no, y no perder el tiempo en lo que no merece ni un ápice de tus energías, pensó. Volvió a cerrar los ojos y recordó que ese día se había llenado de fuerza y le había pedido a la señorita Anabel que si tenía unas ropitas que le regalara o algo para comer. La niña Anabel siempre había sido muy buena con ella, pero las cosas iban mal en la empresa del esposo. Por lo que había escuchado, se irían del país. Sabía con creces que el dolor ajeno, no curaba el propio, por el contrario, lo hacía más hondo y más visible.
En la estación siguiente, abrió los ojos y vio que dentro de la multitud, una anciana con un bastón se subió y quedó parada mientras el autobús arrancaba a gran velocidad por las curvas de la noche. Ella miró al hombre gordo que llevaba al lado, quien se hizo el desentendido. Le pidió permiso y le cedió su puesto a la pobre anciana, quien le dio las gracias y se sentó. La mujer se agarró fuerte de una de las barandas. Sus piernas débiles se tambalearon y tuvo que agarrarse más duro. Miró de soslayo al hombre obeso sentado. Pensó que en el mundo había personas que iban por la vida quitando esperanzas, provocando miedo, lástima, ciegos ante las necesidades de los otros.
En una de las paradas siguientes, el autobús se detuvo y muchas personas somnolientas bajaron. La mujer logró sentarse nuevamente y cerrar los ojos. Con los ojos cerrados, pensó que en esos días, extrañamente, abundaba la soledad en las calles, la orfandad, el frío. Pensó también que si la niña Anabel se iba con su esposo, ya no tendría trabajo. En la casa estaba ella, su esposo enfermo y dos nietos. No quería que los niños dejaran la escuela, por lo que si se quedaba sin trabajo, debía buscar uno rápidamente. Su sueldo era la única entrada de dinero que tenían. Había escuchado en una oportunidad que había épocas en las que se tambaleaban las creencias, los valores y la fuerza del ser humano. Pensó que aquella era una de esas épocas.
Cuando llegó a su destino, se bajó y dio las gracias al chofer con una sonrisa. El chofer le respondió con un movimiento leve de cabeza. Caminó en mitad de la oscuridad por las calles polvorientas del barrio. Cuando llegó a su casa, se dio cuenta por qué le gustaban las noches: porque significaba que todo había acabado por hoy y mañana ya sería otro día. Hoy ya no. Mañana, pensó la mujer. El fin del mundo ocurría cada noche y al día siguiente debían volver a comenzar, como si los seres humanos fueran de hierro.
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