Mónica la condenada (I)
Era una noche fría, muy fría, suficiente para que nadie quisiera salir siquiera a la esquina, pero Bernardo se sentía bastante frustrado por la discusión que se produjo esa tarde en el trabajo, por lo cual estaba dispuesto a tomar su moto y emprender un amplio recorrido por la ciudad, sin rumbo. Sin hacer mucho ruido, para no despertar a los inquilinos, llevó su preciado transporte hasta la otra calle, donde la encendió e inició su escapada; sin embargo, cuando llevaba un par de cuadras, ya no soportaba el gélido viento, por lo cual regresó para buscar la casaca que le había regalado su padre. Era una espléndida casaca de cuero, a la cual tenía en mucha estima.
Una vez de vuelta en la carretera, no se contuvo y anduvo por las calles menos transitadas, con tal de permitirse acelerar todo lo que quisiera, hasta que llegó a la calzada que pasaba frente al cementerio, donde frenó y observó el panorama, la penumbra que parecía querer tragarse cada milímetro de espacio, debido a que las luces de los postes eran exiguas. Entonces, en un arrebato de adrenalina, se levantó en una rueda y fue al encuentro de lo desconocido, pero, cuando apenas llevaba medio camino, se topó con que al frente se encontraba una mujer de vestido blanco, algo traslúcido, caminando como perdida al borde de la acera. Estuvo a punto de estrellarse, recobró el control de la moto, y luego se detuvo al lado de ella, pues esta había volteado a mirarlo y le hacía señas.
"Hola", dijo ella con una dulce voz.
"Hola", contestó él, desconcertado por alguna razón que no entendía.
"Por favor, ¿me puedes dar un aventón a mi casa?", suplicó la mujer.
"Claro, por qué no. A estas horas es peligroso andar por ahí sin compañía", dijo Bernardo, muy galante, "Pero, ¿por qué se ha quedado tan tarde por acá?"
"Gracias por ofrecerme tu ayuda. Bueno, en este momento no es importante el motivo por el cual me quedé hasta tarde. Mi madre me matará si no llego a casa, porque me ha dado permiso hasta las doce", dijo ella, con lo cual inquietó más al hombre, quien luego la instó a subir a su moto.
"Me agrada tener compañía", dijo él.
"Gracias por esto. ¿Y cómo te llamas?", inquirió ella.
"Bernardo".
"Bonito nombre, el mío es Mónica", dijo la mujer, tocándole la mano con suavidad.
"¡Estás muy fría! Cielos, parece que estuvieras congelada", se preocupó él, "Toma, ponte mi casaca. Dentro de muy poco tiempo te calentará".
Mónica aceptó el gesto con agrado, sonriendo dulcemente, luego de lo cual procedió a darle la dirección de su casa. El motor rugió y se desplazaron con velocidad, alejándose de la penumbra de aquella calle tenebrosa. Tomaron una avenida que los llevó en línea recta hacia el lugar indicado por ella, donde Bernardo estacionó la moto. Ante ambos, se erigía la casa de dos plantas más bonita que hubiera visto el hombre en su vida, aunque estaba seguro que durante el día no tenía esa apariencia, o al menos no había notado su presencia las veces que había pasado por allí.
"Gracias", dijo Mónica, apeándose del vehículo, "Te devuelvo tu casaca, es realmente muy abrigadora".
"¡No, no! Me mataría si te resfrías. Póntela; mañana la vendré a buscar", dijo él, muy preocupado.
"Ah, bien. Muchas gracias". Mónica se aproximó y le plantó un tierno beso en la mejilla. Bernardo, de improviso, sintió una calidez que no creyó pudiera provenir de un ser humano. Fue fugaz, aunque de un efecto profundo.
Así se despidieron, ella entró a la casa y él regresó muy contento a la propia. Se hallaba reconfortado, y pensaba que lo estaría más cuando la volviera a ver. Al amanecer fue al trabajo, como de costumbre, y esperó el mediodía, en su hora de almuerzo, para ir a buscar su casaca, muy convencido de que tendría otro agradable encuentro.
Como se lo imaginó, la vivienda no era exactamente igual a como se veía durante la noche. Parecía deteriorada por el paso de una buena cantidad de años. Era un detalle un poco extraño, aunque no tanto como para perturbarle, dado que lo atribuía a los efectos del sueño y el estrés que seguro pesaban sobre su mente. Tras tocar el timbre, salió por la puerta una anciana de rostro severo, quien no dudó en preguntar con brusquedad qué quería.
"Hola, señito, ¿le puede decir a Mónica que estoy aquí?", dijo Bernardo.
"¿Qué? Aquí no vive ninguna Mónica", replicó la anciana, malhumorada.
"Cómo que no, si ayer la he traído y le he prestado mi casaca".
"Mónica ya no vive aquí, hace mucho tiempo que murió". Los ojos de la anciana tenían un extraño brillo, una mezcla de tristeza y compasión. Bernardo, por su parte, pensó que le estaban jugando una broma, hasta que poco a poco, mientras observaba aquel rostro deteriorado por la edad, aquella expresión inusual, consideró que tal vez estaba diciendo la verdad, aunque fuera ilógico.
Continuará...