Palencia: un paseo por la Calle Mayor
Posiblemente, no haya habido nunca mayor impulsor de su esencia y elegancia, que un jovencísimo guionista y director de cine, Juan Antonio Bardem, quien allá, mediados los sufridos años cincuenta del pasado siglo XX, la utilizó, como escenario principal, para una de sus películas más conocidas y hoy día, elevada a la noble categoría de clásico: ‘Calle Mayor’.
Dejando a un lado esa curiosa, intensa y por supuesto, interesante relación de amor-odio con otro cineasta, cuyo cine se rindió desde sus comienzos al maravilloso y entrañable universo de lo popular, Luis García Berlanga, la referida obra de Bardem es un poema a esas arterias populares, las calles y plazas mayores, donde la vida continúa discurriendo afectada de costumbrismo, diríase que con la misma y parsimoniosa languidez con la que las aguas de los grandes ríos discurren por los dominios civilizados, como dando ejemplo de sobriedad y madurez, antes de desvanecerse para siempre en los nirvanas de los océanos.
Es cierto, no obstante, que en su esencia, apenas sobrevive algo de aquella medieval Palencia, que vio como alrededor de su imponte catedral y de sus hoy día vapuleadas iglesias, se instaló, como un providencial maná caído del cielo por la gracia de Dios para la Ilustración del hombre, una de las primeras universidades que hubo en esta vieja y misteriosa tierra de Gárgoris y Habidis, donde hasta el mismo Hércules fue enviado por los propios dioses para cumplir varios de los doce trabajos -el que sea supersticioso, que juegue a la lotería: doce apóstoles, doce signos del Zodíaco- como pena por haber asesinado a sus propios hijos -filicidio mitológico- en un acceso de locura.
De manera, que si les gustan las historias, sean éstas de carácter mitológico, fantástico, sobrenatural o más cercano todavía, entrañablemente mundano, imaginen cuántos temas de conversación no podrán sacar, después de un paseo por esta Calle Mayor, que con sus novecientos metros de longitud, constituye, en su género, una de las más largas del mundo.
Dicho esto y si hacen lo que hice yo durante mi visita, comenzarán a dejarse seducir por las ideas, a imaginarse mil y una historias, si comienzan su paseo, dejando a la izquierda y para más tarde, las nobles dependencias del histórico Casino -lejos de lo que significan hoy en día, los viejos casinos, como éste, respondían más a clubes donde se reunía la flor y nata de la sociedad de la época y no a lugares propiamente de apuestas, aunque en ellos siempre han existido los pertinaces jugadores de Tute y Mus- y haciendo caso de esa mano diestra que solían representar en las iglesias los canteros medievales como alusión a la idea creadora y por defecto, a Dios, comienzan a sentir el empalago, sea siempre bien entendido, que produce siempre la visión de unos edificios de época, cuyo diseño, lujo y detalles, les hará quizás silbar, imaginándose cómo tenía que vivir la sociedad burguesa palentina del siglo XIX, a quien se debe la mayoría.
Verán también -y si no, tranquilos, que el Ayuntamiento no ha sido tacaño con la cartelería- numerosas bocacalles, cuyo vistazo les hará observar una torre aquí, otra más allá, que les indicará, sin necesidad de guía, que están en lo más florido de la capital y que a poco que comiencen su exploración, se encontrarán con lo más variado de un patrimonio histórico -como la iglesia de San Pedro, el convento de San Francisco o la iglesia de la Soledad- que tarde o temprano les hará desembocar, sin más demoras, en lo más granado y exquisito de la capital, que no es otra cosa, que su imponente catedral de San Antolín: una obra majestuosa y relativamente, poco conocida, que reúne nada menos que una parte visigoda y otra parte románico-gótico, comenzada en el siglo XI.
En el ínterin, observarán también, que a pesar de las modernas transformaciones -que el paso de los tiempos, inevitablemente lleva también consigo la maldición de las modas- bajo hermosos soportales, que no sólo proporcionan amparo de las caprichosas tormentas que tan frecuentemente se abaten sobre Castilla, sino que además, proveen de generosa sombra a los furores de un sol, que durante su época de máximo esplendor, convierte esta parte en una sucursal del famoso infierno de Pedro Botero- todavía sobreviven algunos de los viejos comercios artesanos, como esa vieja farmacia de Fernández Rojo -hoy día, llevada dignamente por su nieta, como reza el cartel- que seguramente, les traiga a la memoria, esas viejas boticas, en cuyas estanterías, repletas de delicados frascos de bella porcelana, contenían remedios capaces de curar hasta el más ácido mal de amores.
Unido, por supuesto, a esa vuelta al día en ochenta mundos, parafraseando a Julio Cortázar, que después de todo, comparativa y metafóricamente, podríamos llegar a considerar que son las instalaciones de restauración y su alma mater, las terrazas, donde tomar un respiro y dejarse llevar por el encanto, antes de continuar su paseo hacia ese lugar, que veremos en una próxima ocasión y que les hará entrar en ese maravilloso universo de luces, sombras, fe e historia, que es la catedral.
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