Evolución: huellas de canteros y peregrinos

Un ejemplo que podría ilustrar perfectamente la evolución del hombre y el nacimiento de ese impulso irresistible que conlleva un concepto como desplazamiento o viaje, nos lo proporcionó Stanley Kramer cuando adaptó a la gran pantalla, aquél imprescindible clásico de la ciencia-ficción, que es la maravillosa novela de Arthur C. Clarke, 2001 una odisea del espacio. En la película, se especula y de hecho, se recrea con una naturalidad realmente asombrosa, cómo los primeros homínidos apenas se diferenciaban de otros animales, con los cuales parecían convivir, si bien temerosos y en un segundo plano, en grupo y sin alejarse mucho de la entrada de las cuevas donde vivían. Y seguramente se hubieran quedado así –y la Evolución hubiera sido algo completamente inimaginable-, si una oportuna intervención –dejémoslo, simplemente, en foránea-, no hubiera influido decisivamente, haciendo que esos primeros antecesores –siempre según la visión de Clark-, descubrieran, antes que el fuego y la rueda, otro de los elementos vitales para la evolución, por muy horrendo que nos pueda parecer: las armas. Tal vez aquí estuviera, propiamente hablando, el origen del Camino, de las rutas sagradas y por supuesto, de las huellas dejados en ellas por los caminantes.

Uno de los misterios más fascinantes de la Edad Media, es aquél, precisamente, que hace referencia al mundo de los canteros. Un mundo, del que apenas hemos empezado a vislumbrar lo que sería la punta de un enorme iceberg, comparativamente hablando, cuya parte principal se encuentra irremediablemente inaccesible en esos oscuros mares de la Historia.

Sabemos, que muchos de ellos eran itinerantes; es decir, que se desplazaban continuamente, condicionados por la búsqueda de un empleo, que les permitiera sobrevivir en un mundo en el que precisamente para los estamentos más bajos de la sociedad, la vida pintaba en bastos. También sabemos, que todos, prácticamente, tenían su marca personal, la cual, entre otros hipotéticos considerandos, dejaban grabada en los sillares en los sillares de los templos y ermitas en los que trabajaban, a modo de nómina con la justificar el consecuente jornal.

Pero había, además, aquéllos otros que iban señalando los lugares por los que pasaban –quién sabe si para señalar el camino a conocidos del gremio que vinieran detrás-, grabando en los pórticos de los templos o bien en cualquier otro lugares visible de éstos –si bien, esto tampoco sería una regla fija, pues se han llegado a encontrar en lugares menos visibles, como las losas del suelo donde se alza el altar de la iglesia de Santa María de Caracena, en Soria, cuya estructura románica, contiene también algunos elementos prerrománicos, como las celosías, más comunes en el denominado prerrománico o arte asturiano-,lo que informalmente se ha llegado a llamar “zapatitos”, o lo que sería más apropiado decir: las suelas de sus calzas.

Algo similar ocurre en el Camino de Santiago, donde no es extraño o infrecuente, encontrarse con alguna bota, dejada por un peregrino anónimo en la superficie de un mojón cualquiera de los muchos que indican la dirección a seguir, bien con la tradicional flecha o bien con el símbolo de la pata de la oca, intencionadamente puesto para dar aún más relevancia a una ruta y una experiencia, que ya de por sí la tienen.

Y el lugar, donde más botas de peregrinos anónimos se localizan, no es otro que el final verdadero de la Ruta Sagrada: Finisterre. Me pregunto, y termino remontándome a los orígenes y preguntándome qué opinarán los arqueólogos del futuro cuando, dentro de cien, de doscientos o de mil años, encuentren estos restos fosilizados, huellas de una civilización, que siguiendo los primitivos patrones de la especie, hizo camino al andar.