Hasta el final de nuestros días

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La anciana recorría con emoción el gran salón.
Fue palpando los cuadros, las esculturas, las paredes.
Los mismos cuadros y esculturas que se erigían como únicos testigos de sus secretos.
El gran salón, le llamaban.
Cerró los ojos, para revivir los hermosos recuerdos.
Baile, risa, llanto, peleas, sexo, amor.
El tiempo parecía detenerse.
Seis décadas había transcurrido.
Pero, todo estaba igual.

“fue mi culpa, lo reconozco. Deje que mi familia decidiera el rumbo de mi vida. Permití que se interpusieran. Hiriéndote. Yo también he sufrido. He pasado toda mi vida queriendo devolver el tiempo. Cometí un gran error. Sacrifique lo nuestro”

Con dolor, la mujer se detuvo ante una de las esculturas.
Estaba quebrada.
Fue en el verano del 68. En la fiesta de cumpleaños.
La familia se había enterado de la relación. Algo inaceptable para ellos.
El patriarca, con aspiraciones políticas no podía permitirse el escándalo.
La madre, una ferviente católica, jamás lo aceptaría.
Tras una fuerte discusión. Descargo su rabia contra la escultura.
Fue el día del adiós.

“intentaron borrarte, desaparecerte. Mi madre me interno en un instituto de monjas, recibí maltratos y castigos. Fui obligada a hacer cosas horribles. Pero pensar en ti, me dio fuerzas para soportarlo. Después decidieron llevarme con un psiquiatra, amigo de la familia. Me llenaron de pastillas, destrozaron mi mente. Parecía que lo habían logrado. Pero tú siempre volvías. No pudieron suprimir lo nuestro.”

-¡Aquí estoy amada mía!
-Dime que me amas y te quedaras conmigo para siempre.
-Siempre estaré contigo. Hasta el final de nuestros días.
Las dos chicas sellaron su pacto con un beso.
Escondidas en la mansión familiar.
Esas horas que estaban a solas, era los momentos mágicos. Podían mostrarse como eran. Sin miedos. Sin prejuicios. Sin el dedo inquisidor de la sociedad.
-¿Es pecado? ¿Es malo lo que hacemos?
-¡No!, para tu madre si es pecado. Estamos condenadas al infierno según sus creencias.
-¿Qué pasara si nos llegan a ver? ¿Si nos separan?
-Yo siempre te esperare…
Acariciándole el cabello, la joven, ahora anciana, le canto una melodía a la chica que amaba.

“te extrañe con toda mi alma. Siempre estuviste en mi memoria. Tu silueta siempre me acompaño, recordándome que llevaba una vida de infelicidad. Me case. Intente ser normal. ¿Acaso no lo éramos? Y aunque siempre recibí amor. El vacio también estaba presente. Me hacías falta. Tus caricias, tus voz, tus besos, tu aroma.”

Un hombre entro al salón. El mismo que dos días atrás, la hizo tomar un avión desde Europa
Le aviso que ya podía subir.
Dio un último vistazo al mueble estilo victoriano en el centro del gran salón.
Allí fue donde le dedico la canción.
Subió los escalones.
Entro a la habitación.
No necesitaron palabras para comunicarse.
El cruce de sus miradas fue suficiente.
Se tomaron de la mano.
Con fuerza.
-¡Aquí estoy amada mía! Como te lo prometí. Hasta el final de nuestros días. . .

“toda mi vida fue una mentira. Ahora, cuando la muerte viene por mí. Te pido perdón. Perdóname por haber sido una cobarde. Por abandonarte. Te hice sufrir, escuche tus llantos en la distancia. Perdóname por no haber luchado, peleado, batallado. Los tiempos han cambiado. Dichosa la juventud de hoy. Nos toco los tiempos más difíciles. La sociedad entera nos señalaba, juzgaba y condenaba. Ahora, aunque todavía nos juzgan, no tienen el poder para condenarnos. Los cambios tardan, pero al final llegan y son indetenibles.“