El talismán (conclusión)
Con el paso del tiempo aprendió más sobre el talismán y su gran poder. Siempre que deseaba algo debía lograr que otra persona decidiera, si no tenía la medalla consigo no funcionaba, las buenas acciones se cumplían rápidamente. Los deseos debían ser concretos porque en caso contrario no se cumplían o bien no eran exactamente lo que pretendía. Complicado de explicar pero con reglas sencillas no se metía en problemas.
Su obsesión por el talismán crecía día a día y eso se sentía en el trabajo, le llamaron la atención por primera vez en su larga carrera como bancario y no le importó demasiado, en otras circunstancias lo hubiera deprimido y se habría enojado consigo mismo. Hasta que un día lo despidieron, así, sin mediar otro aviso, sin tener en consideración su intachable hoja de servicios: nunca faltaba, jamás llegaba tarde, no tenía problemas con sus subordinados, con sus pares y superiores ni con los clientes. Pero nada de eso pesó en la decisión del gerente y recibió el telegrama en su casa, mientras desayunaba. Dejó todo y salió rápidamente para la oficina, tendría una charla con el gerente y se desahogaría.
No pudo, jamás sintió tanta vergüenza y desconsideración. Lo trataron como un delincuente, un guardia de seguridad lo acompañó hasta su escritorio para que tomara solo sus artículos personales, una foto de su madre, la taza con la que tomaba café cada tanto, un anotador y no mucho más, no se pudo llevar ni un lápiz, no lo dejaron despedirse de sus compañeros y menos aún ir hasta la oficina del gerente y dar su opinión.
Mientras salía a la calle deseó que el gerente y los directivos del banco se murieran. Y cometió el error de decírselo al portero que tenía su propio encono con algunos directivos.
Dos días después el gerente moría de un infarto y a la semana un gran escándalo financiero explotó en los diarios y varios directivos del banco estaban entre los sospechosos de fraude, dos fueron encarcelados en espera del juicio y otros dos se suicidaron antes del arresto. Pero no todo terminó ahí, el banco fue intervenido y en poco tiempo liquidado, cuatrocientas personas quedaron en la calle.
Se sintió desfallecer, todo había sido por su culpa, por no controlar sus emociones y desear algo malo, tema evidente sobre lo que el talismán no podía discernir. Estaba enloqueciendo por lo que decidió tirarlo al río junto con esa maldita carta, fue hasta la costanera sur y cuando se arrimó a la baranda de contención no había agua, una tremenda bajante había dejado cientos de metros de arena al descubierto, sería en otro momento.
Uno tras otro, todos los intentos por desprenderse del talismán fracasaban. Era obvio que la fuerza superior que estaba detrás del símbolo no permitía que lo dejaran. Recordó la frase: “ahora es suyo y solo el destino decidirá cuándo cambiará de manos…”.
Resignado a su suerte resolvió que nunca más lo utilizaría hasta que el destino decidiera cambiarlo de manos. Así fue que por mucho tiempo el talismán permaneció oculto en el fondo de un cajón de su mesa de luz, olvidado. Juntando aburrimiento y poder.
Casi 40 años después un sobrino en segundo grado revisaba el departamento del tío muerto un mes atrás. Al abrir el cajón de la antiquísima mesa de luz encontró el talismán y un sobre amarillento y ajado por el paso del tiempo que contenía dos notas, una escrita en caracteres incomprensibles y afortunadamente la traducción al castellano que previsoramente su malogrado pariente había adosado. No vamos a repetir el texto, solo diremos que además, en la hoja traducida escrito a lápiz había un número casi ilegible por el paso del tiempo: 321.
El sobrino luego de leer varias veces la carta y recordar que cuando visitó a su tío en el hospital un par de días antes de su muerte, entre el delirio y los escasos ratos de lucidez le contó sobre el talismán y su extraordinario poder, decidió conservarlo y para probar si efectivamente funcionaba apostaría en la quiniela (ahora oficial), le jugaría unos pesos al 321.
Héctor Gugliermo