Otro día más y todo sigue igual. Es una manera de decirme que tal vez no han empeorado las cosas, que tal vez mejorarán.

La semana pasada dudé. No sabía si levantarme de la cama y partir al hospital, lo confieso. Sabía lo que me esperaba. Sabía que serían 24 largas horas peleando conmigo misma, priorizando entre lo priorizado, intentando dar respuesta a la situación de todos. No quería levantarme de la cama, no quería pisar el hospital y encontrarme otra vez con la angustia, la rabia, la tristeza y la impotencia reinando a sus anchas por los pasillos, por las camillas, por todas partes.

Debo decir que admiro a quien no haya sido invadido por la duda de esta manera. Yo ya no cuento entre las filas de estos valientes, y siento que me desplomo cada vez que esa ave de mal agüero se posa sobre mi conciencia.

No comprendo cómo aún hay personas que se molestan si alguien critica esta gestión, cómo todavía existe alguien para sentarse sobre una silla y aplaudir frenéticamente todas las ocurrencias que salen de los que hoy –lamentablemente– nos dirigen hacia un abismo que cada vez parece más hondo. Me parece increíble el egoísmo que tienen hacia sus compatriotas.

A veces me pregunto si después de las declaraciones a la prensa o las alocuciones presidenciales, estos personajes se ríen de nosotros. Quisiera saberlo aunque no ganaría nada, pero quisiera saberlo. Creo que nos mantenemos en pie porque estamos hechos de una mezcla de gente fuerte. Porque los indios, los negros y los criollos que pelearon por esta tierra no se dieron por vencidos hasta ser libres.